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Frustarado. Memorias de un paraguas transilvano.

HADA.

HADA.

Podía ver su perfil, que me atrapó al primer vistazo.

Su nuca, que podía verse gracias a que su corte de pelo (azabache al que las luces arrancaban destellos) la dejaba libre y al descubierto, tenía la delicadeza que muestran las muñecas de porcelana. Su nariz era respingona y apuntaba ligeramente hacia el cielo, pero de una manera tímida. Sus labios dejaban asomar de una manera vergonzosa una media sonrisa que debía estar enlazada con la corriente de pensamientos que bailaban en su cabeza.

Y luego, topé con sus ojos. Enmarcados por unas pestañas largas y oscuras, que custodiaban un iris también oscuro, brillante, con toda la intensidad que los niños muestran al mirar. Y así miraba ella.

“Es un hada” pensé. Y en ese momento lo olvidé todo menos su rostro. La habitación, los anuncios pegados a las paredes, las demás personas…y también la silla de ruedas, sus manos agarrotadas como garfios reposando en su regazo y sus piernas inmóviles.

Hojas.

Hojas.

El día era blanco. Y gris. Pero el gris siempre estaba presente, así que tenía la cualidad de ser obviable y obviado.

Sujetaba el bastón entre sus manos, o quizá era el bastón el que sostenía.

La calle se encontraba llena de soledad y luz tamizada, arrojada con capricho para conceder un deseo. Y él seguía mirando, sin placer ni anhelo.

Se levantó un suave viento que agitó la ropa tendida de las cuerdas que decoraban las terrazas como guirnaldas de colores. Y cuando llegó al árbol, una lluvia de hojas salió despedida, como confeti de una fiesta. Hacían un ruido sordo, de rasgar de mil enaguas, de aplausos en un teatro, de papel de caramelo retorcido con intención musical.

Contempló maravillado el espectáculo. Recordó el colegio. Recordó los ciclos a los que el planeta está sujeto. Recordó sus clases de biología. Y siguió mirando la danza rojiza que se desarrollaba ante sus ojos.

Entonces se preguntó a qué había dedicado su vida.

Título Falso: Falsa Historia.

Ya le habían hablado de él. Así que no le sorprendió cuando, como hacía siempre, se coló en el baile a escondidas y se lo encontró allí. Sus amigas lo miraban con desconfianza. La mujer del estanquero les había confesado entre nerviosa y abrumada, que cuando fueron presentados, le había besado la mano.

Sentadas alrededor de una mesa pequeña, charlaban animadas sin descuidar nunca el reloj, el enorme reloj de pared, que como siempre, con oronda redondez y burlón soniquete de tuercas y tornillos, anunciaría la hora en la que deberían marcharse, para que en sus casas nadie sospechara de dónde gastaban sus tardes.

Él se acercó con paso decidido, pero sin la ansiedad que solía mostrar el resto del mundo en situaciones similares, casi como si se estuviera esperando su llegada desde muchos años atrás. Amablemente, inclinándose suavemente hacia delante, pidió permiso para hacer compañía al grupo de muchachas. Sin mediar palabra, todas se corrieron un puesto alrededor de aquella mesa, y un sitio quedó libre para que él pudiera sentarse.

Lucia lo miró con curiosidad, pero sin descaro. Él rechazó la falsa modestia de la que debería hacer alarde alguien que pudo ser llamado ilustre, pero al que el azar de la caprichosa sucesión le había arrebatado un título, que en realidad nunca echó de menos. Comenzó a silabear aquellos trazos de su vida que podían crear un boceto de su persona, y pese a no renunciar nunca a la corrección que le habían marcado a fuego, mucho más allá de la piel, no había alarde en sus palabras.

Su historia, como él mismo reconocía, no tenía nada de especial. Era una copia exacta de otras vidas ya vividas por gente como él, mucho antes. Una burda repetición, que ni siquiera era original. Palabras fetiche que hicieron compañía a muchos otros, antes que a él: Juego, amigos y alcohol. Y por esta última brindó levantando su copa.

Allí llegó en busca de un pasado sin el cual podía perfectamente continuar, pero al que quería rendir homenaje, como último acto de valentía en su vida, emulando burdamente a aquellos a los que se llamaba “hombres”.

Entonces, Lucía, llevada por la infinita compasión que aquel ser le había arrancado de algún sitio escondido, que ni ella misma sabía que tenía dentro de sí, se permitió advertirle sobre aquellos de los que él se hacía acompañar en sus salidas nocturnas, paseos y almuerzos. No era buena gente el marinero. Ni tampoco el estanquero.

-Se creen que me engañan, Lucía- dijo profundamente conmovido.- Se creen que me engañan. Pero no pueden. Nadie puede. Nadie conseguiría engañarme más de lo que ya estoy.

Y Lucía contemplaba aquellos ojos de vidrio, esperando ver más allá de la tristeza que reflejaban, un ápice de calor que le dijera que estaba vivo.

-Señorita – pronuncio nada más había agotado el aliento de su última afirmación - ¿Puedo cogerla de la mano?

- No – dijo secamente Lucía.

- Lo imaginaba – y en sus ojos, al fín, una chispa – Pero tenía que intentarlo.

Experimento.

Arrastras. Tira un poco más de la madeja, que como alguien dijo una vez, una cometa es una víctima. Y ya me tienes si no cortas los hilos.
Si los pasos no suenan porque son pies blandos los que los dan, probarás a decir gritando que alguien te ha robado la voz. Quizá los que te escuchen ya han aullado muchas veces antes antes que tú, o quizán hayan cerrado el libro para estrellarlo  contra la pared. Entonces sería la nada.

...

...

- Mira- le dijo una a la otra, clavándole el codo en las costillas animosamente- Esa chica camina con los ojos cerrados.

tran tran, tran tran.

- Esa chica está soñando- le contesta la otra a la una- Todavía sueña, y tiene miedo de despertarse al abrir los ojos.

tran tran, tran tran.

-¿tú crees?

- Puedo asegurarlo.

Próxima estación ....

17 años y un Iceberg.

17 años y un Iceberg.

Camino despacio mirando a mis pies avanzar a través del polvo del camino. Un polvo fino, casi invisible, como una niebla que se levanta en loca danza al más mínimo roce de mi zapato.

Mis piernas obedecen a una fuerza que de repente no sé de dónde ha salido. Quizá es eso a lo que llaman instinto. Avanzan mecánicamente, primero una, luego la otra, sin perder el ritmo, como en ensayada marcha, y las huellas de mi caminar quedan atrás esperando que algún loco destino se aventura a seguirlas y encontrarme.

Hace calor. Un fuego que abrasa, sin proponérselo, algo más que mi carne. Penetra hasta el más recóndito lugar de mi ser, suponinedo que yo siga aún siendo ser. Calma. Ya no tengo calor, puede que incluso esté expulsando vapor por cada uno de los poros de mi piel, pero nisiquiera eso sé.

Al fondo, (del camino, de la senda, del viaje...¿quién puede saberlo?) veo una figura que avanza hacia mí. Me detengo ante él a solo unos metros de distancia. Me mira con extrañeza. Me detengo ante él a solo unos metros de distancia. Me mira con extrañeza. Levanto una mano para saludar y él levanta la mano a su vez. Sonrío y me sonríe.

Doy un paso al frente (uno de esos pasos que en ocasiones suelen ser decisivos) y él también avanza, con la misma seguridad o inseguridad que yo.

Y es entonces cuando me doy cuenta de que está delante de mí, no es otro sino yo. No hay espejos, ni superficie pulida alguna en la que pueda reflejarme. De repente, ese otro yo, toma vida y me sonríe. Se desvanece poco a poco.

Giro la cabeza y miro entorno a mí. Todo es verde. Verde chillón, verde limón, verde acuoso, verde intenso, verde botella, verde aceituna, verde y más verde.

Escucho un llanto,una risa, un susurro, un gemido... y siento que alguien me invita a darme la vuelta.

Quedo envuelto en una neblina espesa, color humo, olor agrio, sabor amargo (o puede que sea color agrio, sabor humo, olor amargo) Y la sensación de que todo es verde todavía sigue apostada en mi cabeza.

No temas, ya me conoces. No es una voz lo que he escuchado. Es algo que retumba de dentro hacia afuera. Puedo sentir su vibrar desde la punta de mis dedos extendiéndose por cada uno de mis abellos. No sé que decir, y las palabras se qeudan a la mitad del camino entre mi mente y mi boca. No digas nada. Quién eres, logro preguntar. Pero no han sido mis labios los autores de la pregunta. Ya me conoces. Y no interrumpo.

He nacido contigo, dormida al principio. Más tarde las voces de los otros se encargan de despertarme. Cuanto más tiempo pasa, más grande me hago dentro de tí y también a tu alrededor. Puedo ser algo pasajero, divertido, amargo, puedo incluso ser algo dañino y pasado (que es cuando peor me porto). Cambio de forma constantemente, o eso dicen. Puedo instalarme en otro ser, aunque a tí te pertenezca siempre. Suele venir acompañada de otros, que me apartan de tu lado para calamarte. Otros a los que no conoces, o quizá ya has conocido. Otros que llegan para que tú no te acuerdes de mí.

Mis ojos intentan abrirse, pero se cierran. Mis brazos comienzan a pesar, al igual que mis piernas que como plomo, parece que piden a gritos tomar tierra y descansar.

Se dice de mí que en ocasiones hago falta. Muchos de tus actos primero me piden permiso. No le hagas caso a nadie. Para decir algo sincero, diré que no soy ni el bien ni el mal. Soy diferente para cada ser y para cada instante, pero no soy como los demás. Aprendes a crearme, a darme forma, aunque tú no lo sepas. Te enfrentas a mí, y yo lato más fuerte en tu interior. Nunca podrás vencerme, porque si lo hicieras, te vencerías a tí mismo. Al dar un paso al frente, me llamaste para vencerme y desapareciste en un borrón.

Soy la Vergüenza, y la Vergüenza no es más que tú mismo, más real que tú, ese tú escondido que pugna por salir y al que no le es permitido hacerlo. Cuánto más luchdes en mi contra, más hacia el fondo enviarás a ese tú auténtico, y más raices creará en tu interior. Una vez que has nacido, nadie es capaz de hacerme desaparecer.

Dejo de vibrar. Ya no huele agrio, ni sabe amargo, pero mis ojos apretados ven verde en la oscuridad. Quizá se haya ido, pienso. Me doy cuenta de que sigue conmigo y que nunca marchará. Me incorporo y es entonces cuando noto que estoy llorando como un niño, que llevo llorando todo el camino.

En aquel lugar.

El silencio se pegaba a todos los rincones. A cada ladrillo, cada piedra, cada puerta. Las estrechas aceras, en las que no cabía un persona de canto, estaban mojadas porque la niebla se había parado a descansar en ellas durante su inquietante ir y venir. Las trémulas luces que hacían un amago de iluminar la negrura que se cernía a lo largo de las calles, no hacían sino oscurecerlo todo aún más.

En la cerca de Ramón "el lenteja" había reunido un pequeño grupo de amigos. Hacían piña en torno a una vieja estufa de latón, que emitiendo más humo que calor, conseguía al menos que la botella no se les acabara demasiado pronto.

Algunas parejas comenzaron a salir. Cruzaban a oscuras el pequeño corral, esquivando los tímidos charcos, que ensayaban fiereza sin conseguirlo. Cerraron la puerta, golpeándola fuertemente contra su estructura de metal. Pero la puerta no se cerró, solo quedó entornada. Se escucharon los coches de los que habían abandonado la reunión, alejándose, escupiendo toses el tubo de escape.

Alguien protestó porque la puerta permanecía abierta. Soledad salió a cerrarla, acompañada de Rosario y Angelines. Las tres probaron por turnos, empujando con todas sus fuerzas el frío metal,  sin conseguir que las piezas encajaran. El resto las miraba desde dentro, riéndo, haciéndo comentarios, profiriendo cariñosos insultos que las muchachas contestaban entre golpe y golpe.

La Manuela se levantó de un salto. Cruzó con grandes zancadas el tramo de corral que la separaba de la puerta, enturbiando el brillo de la luna que se reflejaba en los charquitos, al pisarlos con sus botas. Sin frenar su avance, lanzó la pierna derecha en un perfecto y seco movimiento. De una patada cerró la puerta que quedó temblando y emitiendo un ligero sonido agudo, como de de protesta.

Angelillo miraba la escena a través de la sucia ventana. Le clavó el codo en las costillas a Salus, que casi dormitaba envuelto los arruyos combinados de la ginebra y la estufa de latón. Angelillo escuchó el golpe del portón al cerrarse y le dijo a Salus: "Claro, es que la Manuela es de pueblo". Y las carcajadas llenaron la habitación.

Y van...

Otro paraguas que se independiza.

 

¿Tan mal lo hago? 

Un Cuento.

Un Cuento.

"Las dos chicas caminaban algo más despacio que el resto de personas a su alrededor.

La chica del paraguas observaba la sombra de la que iba detrás de ella. Tenía frío, y la mano con la que sujetaba el mango del pequeño toldo en forma de champiñón, empezaba a escocer al recibir el aire helado sin ningún tipo de protección. La sombra que observaba no tenía paraguas. Llevaba un abrigo largo y caminaba encogida, como si alzando los hombrios las gotas que le caían encima mojaran menos.

La chica del abrigo largo intentaba no arrastrar demasiado los pies, porque los bajos de sus pantalones estaban completamente empapados. Caminaba al mismo ritmo que una chica menuda que portaba un paraguas casi diminuto. Algo más de lo que ella tenía, pero apenas nada. Se mantenía unos pasos rezagada, pero la sensación de compañía se hacía patente con sorprendente facilidad, y aunque debería asombrase, no lo hizo.

Entonces la chica del paraguas comenzó a tararear una canción. Apoyando el minúsculo hongo impermeable sobre su hombro derecho, apenas lanzó cuatro palabras al aire. La chica del abrigo largo, reconoció aquellas cuatro sonidos, e instintivamente continuó con otros cuatro. La portadora del paraguas se giró y sonrió mientras seguía tarareando. Se acercó a la chica del abrigo largo que también cantaba y la cubrió con su paraguas, que ahora parecía más grande. "Yo solo te puedo ofrecer una melodía", le dijo la chica del abrigo mientras sujetaba el paraguas, y 
la recién liberada guardaba su mano en el bolsillo. Y se alejaron caminando juntas..."

-¿De verdad?

-No, en realidad ni se miraron.

En unos ojos.

En unos ojos.

Cuando era jovencita y comenzó a tener recuerdos, los comentaba con todas su amigas, a las que estaba casi literalmente unida. Todas muy juntas, apretujadas, lisitas y tersas.

Llegó el día en el que le explicaron cuál era su cometido y se enfrentó a ello con valor y resistencia. Sería la mejor. Así que cuando se hinchó y triplicó su tamaño, casi ni le importó. Al desinflarse, notó que estaba llena de arrugas, como el resto de sus compañeras, entre las que encontró alguna vieja amiga, de esas con las que había compartido el privilegio de ser siamesa.

Su nuevo alojamiento era mucho más incómodo que el anterior, pero podía compartir recuerdos y experiencias. Conoció las direfencias, las clases, se sintió despreciada a veces, otras veces superior.

Allí descubrió que su final sería el de amontonarse, medio hinchada y fétida, con el resto de sus congéneres, esperar a una putefracción lenta e imparable. Con un poco de suerte, la quemarían, y se consumiría poco a poco hasta quedarse en una porción de la nada retorcida y endurecida. Así que cada vez que veía la luz, se plegaba sobre sí misma, intentaba esconderse, hubiera temblado de haber podido.

Pero un día ocurrió algo que nunca llegó a entender. Y comenzó a flotar, y subió y subió y subió...y giró mil veces y otras mil veces más. Y se reía, y subía más alto, y sus arrugas ahora, no tenían importancia. Y así, casi transparente, volando enloquecida, notó que los ojos de un niño la estaban mirando.

El regreso.

El regreso.

Es curioso cómo me sorprendo a mí misma regalando un pensamiento a rostros y voces que no conozco. Dedicándoles una sonrisa que nadie puede ver.

Porque ayer, mientras me escondía en las sombras, sintiendo el frío de una noche que amenazaba con ser invernal, una vieja amiga vino a saludarme.

Y me dijo:

- Óyeme, ya no estoy vacía, tengo un alma, soy. Vosotros lo habéis logrado.

Y mientras yo escuchaba esas palabras en forma de sordo rodar, sonreí repasando nombres que no han sido impuestos y susurré: "La lata...."

...

Un puñado de palabras que forman una frase, apenas seis, se funden con una canción, un recuerdo, una imagen y una sensación.
Y todo junto se arremolina en el estómago en un mágico revoloteo.
Me doy cuenta de lo importantes que son las palabras.
Y sonrío.

Una sensación parecida.

Una sensación parecida.

"¡Dí Pamplona, corre, dí Pamplona!" "¡Pamplona!", y los trocitos de rosquilla caían en delicada lluvia silenciosa por toda la cocina. "¡Ahora dí Parapente!" Y las carcajadas se desgranaban, alegres, cantarinas y se pegaban a las paredes y a mis oídos. Risas inocentes que ascendían a lo largo de la garganta y se escapaban a través de la boca sin perjudicar, saliendo disparadas para estallar, como lo hacen los fuegos artificiales, y quedarse grabadas para siempre en el recuerdo. Y avanzaban por el pasillo, por el suelo, se hacían más más vivas, chorreaban por el patio interior, iluminando sus paredes ennegrecidas con el brillo de la despreocupación y un sentiiento compartido. Cuatro voces que danzaban juntas, saltimbanquis, nerviosas, queriendo ser, juntas, de la mano.

Y me parece casi imposible que algo que rezuma tanta felicidad, pueda ser recordado con tristeza.

Conmigo misma.

Conmigo misma.

- Estás escriibendo sobre la lluvia, ¿verdad?
- Sí.
- Y sobre lo gris y blanco que hoy está el día.
- Sí.
- ¿Sabes lo plagado que estarán hoy los blogs de lluvia y días grises?
- ¿De gente que viva aquí?
- De gente que viva en cualquier ciudad en la que esté lloviendo. Y sé palabra por palabra en lo que se va a convertir tu texto, el texto de todo el mundo.
- ¿ah sí?
- Si. Se llenará de hojas que aspiran a ser doradas, de la madera mojada de los bancos, de los charcos que están naciendo, del ladrillo oscurecido por el agua.
- ...
- De la piel erizada y el gesto de volverte pequeña bajo el jersey. De un cielo al alcance de la mano, blanquecino y desgarrado. Del recuerdo de katiuskas y trenkas rojas.
- ...
- Seguro que no faltarán unas manos frías a las que nadie sujeta para darles calor, ni el aluminio empañado de la ventana. Tampoco la hierba muerta de color marrón. Ni el brillo de la tierra que se pega a los zapatos porque quiere formar parte de algo menos infinito.
- A veces llego a odiarte.
- No lo hagas. Solo pretendo ayudarte.
- ¿Sabes lo que no has mencionado?
- No, ¿qué?
- Pues - sonrío - Paraguas.
- Lo vas a escribir de todos modos, ¿verdad?
- No, no lo haré.

Epiphania.

Epiphania.

Se paró en seco. Su carrera frenética por entre las hierbas,dando vueltas y vueltas alrededor de aquella figura de hierro, levantando polvo con sus sandalias de goma, terminó de repente. Como si se abriera un abismo ante sí. Todavía con una mano en el metal ahora caliente, encogió los dedos e intentó refugiarlos entre las tiras de sus zapatillas, como en un acto reflejo de protección.

A unos centímetros de sus pies, se encontraba una culebra. No sinitó miedo. La culebra yacía reventada, mostrando al mundo entero su interior rosado y blando. Estaba cubierta de tierra marrón, que se humedecía al contacto con el cadaver, tornándose aún menos viva que nunca. Las hormigas acudían en ordenada tropa y entraban y salían del vientre abierto del reptil, como si no fueran conscientes de a qué se debía el umbral que atravesaban. Lo que le parecieron centenares de moscas, grandes, de reflejos verdes y amarillentos, se posaban unos segundos en aquel amasijo sin forma concreta, urgaban con sus sucias patas, y volvían a levantar el vuelo. Se estremeció al pensar que una sola de esas moscas pudiera llegar a rozar su propia piel.

Todavía escuchaba las risas a su alrededor de sus compañeras de juegos infantiles. Hacía calor y el ambiente ahora estaba tan cargado que casi se le hacía insoportable. Esucuchó su nombre un par de veces, pero no levantó la vista.

Se acaba de enfrentar por primera vez a la realidad de la muerte.

Intento de suicidio nº 2.

Intento de suicidio nº 2.

The man who is talking by the phone
is walking up and down with the celular next to his ear.
Some heads (my mother's ) think he's enjoyning a erotic line, and he's choosen
the square where we live because it's a lonely and solitary place.
Other minds (more sensitive ones) think he is really talking to nobody,
he pretends he's talking to somebody, and
he believes he is talking to somebody.
And I,
I look at him as a night ritual.
I see him as I see the street furniture or fixtures.
The same as a streetlamp, but less alive than a tree.

Encuentros y desencuentros.

Encuentros y desencuentros.

Camino entre una mezcla de barro, luces, músicas y olores indefinidos que se extienden en forma de humos de diferentes densidades. El viento debería soplar frío, pero ha decidido quedarse inmóvil.
Me acerco decidida a un puesto pequeño, separado del resto, con un aire como de benjamín inexperto.
Según avanzo comrpuebo como el hombre que está detrás de las sortijas, pentiendes y cacharrerías varias, me mira con una expresión curiosa, como se mira a un conocido al que estás a punto de saludar.
Al acercarme más, exclama ¡oh! y me dice: "Llevas algo de mi país en la cara". Señala la piedra falsa de color azul en forma de lágrima que llevo adherida a mi frente. Yo la acricio con mi dedo índice y él asiente. "¿Sabes lo que significa?". Le brillan los ojos como a los niños los días que nieva. "no" le digo sonriendo. "Lo llevan las jóvenes que se van a casar. Las pobres lo pintan" Me contesta. Yo digo ¡oh! y él pregunta de nuevo: "¿Tú ya estás comrpometida?", "no" y hago una pausa. "Lo llevo porque es bonito". "Es bonito, sí, es de mi país" vuelve a decir él, sonriendo, nervioso, balanceándose sobre las puntas de sus pies.
Yo sigo mirando sus ojos y su naríz, que ahora apunta en todas direcciones, buscando algo, mientras mi acompañante finge estar distraída y no haber oído nuestra conversación.
Al fín, el hombre levanta triunfal la mano y luego me la alarga: "toma" me dice mientras pone entre mis manos un anillo de madera, en forma de espiral, delgado, rugoso a causa de unas pequeñas incisiones a lo largo de todo su diámetro. "Toma. Es un regalo. Por ser bonito". Yo miro el anillo, me lo pongo y le doy las gracias. Me sonríe y yo le devuelvo la sonrisa.
Me despizo y arranco a andar, mirando al frente, sin hacer caso de los ojos inquisidores de mi acompañante.
A él no le volví a ver, como al anillo, que perdí una noche que me lo quité para dormir en una casa que no era la mía.

No quiero hablar del eclipse. No quiero hablar de la entrada del otoño. No quiero hablar de la última vez que he sonreido ni de bolsas que quieren ser cometas e intentan atrapar miradas, ascendiendo en el cielo. No quiero hablar de libros ni de poemas. No quiero hablar de la canción que estoy escuchando. No quiero contar a quién echo de menos ni a quién temo volver a ver. No quiero nada de eso. Solo quería equilibrar la balanza. He escrito textos sin título. Ahora quería un título sin texto.

.

Estaba por escribir un momento lúcido de aquel coche rojo que aparcado sintió como una lata que rodaba se estrelló contra su neumático. Estaba por narrar cómo sintió por primera vez un contacto puramente casual sin pretensión de ningún tipo. Estaba por explicar que experimentó en un instante piedad, amargura, amor, cariño, ilusión, emoción, excitación, alegría, pena, frustración, envidia, perplejidad, naúsea, remordimiento y pasión.

Pero no lo haré.

En el silencio de una noche anaranjada, la lata de refresco reposaba fría sobre la acera gris, compartiendo un poco de su frialdad y adquiriendo en un birlibirloque mimético, algo de la grisácea tonalidad de los baldosines. Aún no había sido aplastada. Conservaba todavía su forma cilíndrica perfecta, metálica, brillante y vacía como su interior. No guardaba para sí ni tan siquiera el recuerdo de haber sido llena de falsos besos en el transcurso de un limitado número de vaivenes, que iban del corazón a la boca. Tranquila y muda, era inherte más por su poca importancia, su mínima llamada de atención, que por no tener entrañas calientes que latieran en la oscura oquedad que una pequeña boca dejaba entrever.

Y en un súbito instante que cegó los ojos de todos aquellos que podían haber estado mirando peor no lo hicieron, el eco que habitaba en su interior salió expulsado por un silbido que movía arena, ramas, pelo y piedras. Se llenó la lata de un viento caprichoso que la empujó a lo largo de los baldosines en los que dormitaba, y parecían quejarse éstos a su paso. Cling-clong, balanceo y silencio. Cling-clong, balanceo y silencio. Y arranque de furia, carrera frenética emprendida como una insurrección en contra de todo lo que su nublada apariencia rezaba y sellaba. Cling-clong-clang-cling-cling.... más rápido y rítmico se volvió su avance, sin saber frenar o querer hacerlo, arrancando ya, no quejas sino gritos de júbilo de las piedras andadas y mil veces desandadas. Cling-clon-clon-cling-clon-claaang.

Hasta que ¡tump! seco choque, nada, fín.