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Frustarado. Memorias de un paraguas transilvano.

Absurdos

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"Actually, we are really different, you and me"

The man stared at her in silence. After a while he said: "Yes, I reckon we are"


And they didn’t say a word for the whole night.

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Flequillo

Flequillo

La peluquería tenía una técnica infalible para ahuyentar a aquellos posibles clientes que no fueran lo suficientemente cool: Una banda sonora permanente de musica house a un volumen que rozaba lo insportable, aunque no lo suficientemente alto como para no permitirte oír las preguntas sobre el color de tus mechas.

Sentada en uno de los sillones de diseño, una chica miraba su imagen reflejada en el espejo mientras un hombre jóven cortaba diminutos mechones de su pelo negro-recién teñido-. El corte de pelo se estaba realizando a imagen y semejanza de una de las peluqueras que, de tanto en tanto, era requerida para posar como modelo y matizar sobre los detalles de la ejecución. La chica del sillón era jóven, con los ojos despiertos y los labios grandes. Su nuca, ahora al descubierto, mostraba tres lunares alineados casi hasta el lóbulo de la oreja. Iba acompañada de dos niñas pequeñas, de unos 6 y cuatro años, que le decían mamá y miraban asombradas la transformación que se estaba produciendo ante sus ojos. Su madre estaba encantada y entusiasmada, y según comentaba, el volver a llevar un flequillo lacio y espeso sobre la frente le hacía sentirse mejor. Cruzaba y descruzaba las largas piernas, acariciando el peluche de sus botas.

Una de las niñas pidió parecerse a mamá, así que, casi al instante, la sentaron en un sillón al lado de su madre y comenzaron a dibujarle un flequillo a golpe de tijeras. Su hermana, más pequeña y con dos coletas que se retorcían sobre sí mismas en un gracioso bucle, torció el gesto. Dos grandes lágrimas comenzaron a bajar por sus mejillas, brillantes como el reflejo de las tijeras. Entre todos los que allí se encontraban, consiguieron convencerla de que a ella el flequillo de mamá no le sentaría nada bien, y le prometieron que otro día ella sería la protagonista absoluta y podría decidir que corte de pelo quería.

Cuando el pelo estuvo listo, peinado, secado, abrillantado y fijado, la chica miró a sus hijas que seguían boquiabiertas y les dijo muy sonriente:

- ¿Está guapa mamá?- Las niñas asintieron con la cabeza- A ver si así nos sale un novio ¿verdad chicas?

Y la niña mayor, ajustándose sus gafas sobre la nariz, contestó:

- Sí mamá, y un trabajo.

 

Autumm in...

Autumm in...

Me gustaría saber de verdad el significado secreto de las cosas y dejar de comer sandwiches de realidad.

Hay cosas que echo de menos como si hubieran estado conmigo siempre.

Hay cosas que creo haber vivido y no son más que experiencias robadas que hago propias.

Hay sitios en los que estoy como en casa, y en casa estoy en ningún sitio.

Hay latas que acuden a mi ventana y caras nuevas que tomar entre las manos.

 

 

 

 

Sea bienvenido el otoño

EL GENIO

 

'Pide un deseo'

 

'Deseo viajar al pasado'

 

'Pide un deseo'

 

 

Carta

Carta .

Words of Wisdom

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Llegaba ya a la calle 7 y todavía no estaba segura de lo que estaba haciendo, ni tampoco recordaba quien le había metido en este lío. Pero allá iba. Se dirigía sin saber muy bien ni cómo ni por qué.

 El papel que tenía entre sus manos lo decía bien claro. El curso estaba orientado a estrechar lazos entre los conciudadanos para fomentar un mejor desarrollo cívico y un ambiente urbano agradable.

 En la charla informativa le habían dicho que al tratarse de un curso básico, se ensayarían las situaciones más cotidianas: Encontrarse a alguien conocido en el metro, por ejemplo, o pagar al vendedor de periódicos si decidíamos no sacarlo de la expendedora automática. Las situaciones más complicadas, como recibir un regalo que no nos gusta o las presentaciones en fiestas, se darían en el curso avanzado, si nos animábamos a hacerlo.

 El caso es que ya había llegado al edificio 6 de la calle 10. Se habían olvidado de indicar la planta en el folleto.

 

Preguntaría en conserjería.

Sin Camelot

Contaba mi tatarabuela en su diario (un simple cuaderno de espiral con los cuadros descoloridos y las marcas de grafito en un negro casi transparente, atenuado por los años) que un buen día, un cajón de la cómoda se atascó. Una cómoda heredada años atrás, que ya parecía vieja incluso para ella. Crujía y protestaba cada vez que se pasaba a su lado pero soportaba de manera hercúlea todas esas cosas para las que no encontraban otro lugar. Cuando no se sabía donde colocar un objeto, se posaba con cuidado encima de la cómoda, donde se exponía con altiva soberbia hasta que otro era eclipsado por cualquier otra pieza que ocupaba un lugar más adelantado. Las cosas que quedaban al fondo, donde ni la vista ni la mano alcanzaban, se convertían en misterios llenos de polvo que nadie recordaba.

Pues bien, contaba mi tatarabuela en su diario que un buen día se atascó el cajón de la cómoda. Es curioso, porque nadie se dio cuenta hasta mucho después, cuando el cajón llevaba cerrado tanto tiempo que nadie recordaba realmente que contenía. Toda la familia intentó por turno abrir el cajón. El tío Eulalio lo intentó con tanto ímpetu que se quedó con el tirador en la mano. La prima Esclavitud se clavó dos astillas al intentar introducir los dedos en la ranura que dejaba entrever una negrura seductora. Marianito lo intentó a patadas pero solo consiguió que todos los trastos que majestuosamente descansaban como damas viejas encima de la cómoda se pusieran a temblar escandalizados y protestaran en forma de chinchines y chinchones. Y así uno a uno en solemne procesión, todos intentaron abrir el cajón que a cada batalla ganada aumentaba su secreto y su vanidad.

Desde ese día, cuenta mi tatarabuela, el cajón se convirtió en un reto familiar. Una especie de legado que se le dejaba a las siguientes generaciones sin tener muy claro cual sería el premio por ganar tan peculiar gesta. Comenzaron a nacer historias que alababan las maravillas que albergaba su interior, como ancestrales tesoros guardados desde el albor de los tiempos. Y se asociaba el nombre de la familia a esos prodigios, que poco a poco fue ganado una reputación oscilante entre lo divino y la más pagana brujería, pero no dejaba a nadie indiferente. Incluso sugiere el diario, que algún mozo de buen ver intentó entrar en la familia usando todos sus encantos, solo para tener su momento de artúrica gloria.

Todo esto es lo que cuenta el diario de mi tatarabuela. Ese diario que solo es un cuaderno de espiral con los cuadros descoloridos y las marcas de grafito en un negro casi transparente, que un día encontré en el cajón de la cómoda.

Teresita

Mi amiga Teresita antes se llamaba Teresa y con ese nombre era conocida en todos los círculos en los que usaban su nombre para dirigirse a ella, porque por todos es sabido que hay ocasiones en las que nuestro nombre es sustituido por un "cariño" , un apellido o un insulso "usted" en los mejores casos. La lista de los nombres en "los peores casos" es realmente interminable y me desviaría demasiado de mi historia.

    Teresa acudía a su trabajo todos los días (donde dejaba de ser Teresa para convertirse en "Fernández" o "García" o "Bustarviejo" o cualquier cosa similar). Tomaba la misma línea de metro a la misma hora "impepinablemente", expresión que gustaba de usar cada vez que hablaba de sus desplazamientos en el suburbano. Es posible pensar erróneamente que puesto que Teresa montaba en el mismo vagón a la misma hora desde la misma estación, conocería las caras de todos los "usuarios" que, como ella, seguían fieles a sus costumbres matutinas, más por sueño que por costumbres. Pero no era así, porque Teresa, al igual que sus desconocidos compañeros de viaje, aún se encontraba en una fase del sueño que todavía no se ha reconocido oficialmente como tal. Es la fase del sueño que dura desde el momento en el que te despiertas hasta el momento en el que algo interesante ocurre por primera vez en el día. Hasta que eso sucede, seguimos en un sueño interminable y cambiante que nos aísla de una realidad que suponemos doliente sin llegar a conocerla.  Esta fase del sueño se da también en momentos en los que una rutina está llegando a su punto final, algo que suele suceder en los viajes de regreso a casa.

    La tarde en la que Teresa cambió de nombre, regresaba del trabajo pensando en vaya usted a saber qué cosas, mientras intentaba contar las puertas que podía identificar en la negrura del túnel. Salió de sus frenéticos cálculos por narices. Esto es, que de repente percibió un aroma que puso en marcha los más extraños mecanismos de su memoria. La fragancia  procedía del perfumado cuello de una mujer que se encontraba sentada justo su lado. Dulce, envolvente, Teresa intentó ensanchar las ventanas de su nariz (lo intentó, porque nadie está seguro todavía de que eso pueda llegar a hacerse con éxito) para llenar sus pulmones y su paladar de aquel sahumerio evocador. A su cabeza llegaron bolas de plastilina de varios colores mezclados. Quizá fue por eso, que Teresa  comenzó a olisquear el aire que le rodeaba, pues no entendía que conexión existía entre una bola de plastilina y una fragancia tan dulce como aquella. Supuso (porque nunca se probó que así fuera) que era el mismo perfume que utilizaba alguna de sus maestras de preescolar, cuando sus manitas moldeaban la masa de plastilina, mezclando todos los colores posibles hasta conseguir un marrón desagradable que dejaba de gustarle. También pensó Teresa, que es realmente curioso como algunas aromas pueden resultar de un evocador tan potente, que incluso llegamos a sentirnos tal como éramos en el momento recordado.

      Todos los amigos (esos que antes la llamábamos Teresa y ahora le decimos Teresita) concluimos a toro pasado, que el problema de nuestra querida amiga fue creerse su propia teoría. Nada hubiera pasado de no haberle hecho caso a sus ideas sobre aromas y recuerdos. Pero supusimos que al enunciar mentalmente esa presunción repentina la acompañó de la fe peor de todas. La fe ciega. Fue en ese momento cuando Teresita comenzó a menguar dentro de su jersey. Primero lo notó en sus orejas y su nariz que se hicieron pequeñas en su cara, dándole el aspecto de un extraño roedor. Después sus manos desaparecieron en sus mangas y sus zapatos cayeron con un ruido sordo, cuando sus pies quedaron colgando en el asiento. Su pelo comenzó a volverse claro y fino y a desaparecer hasta convertirse en una suave capa que cubría la cabeza del tamaño de un melón grande. El resto que recuerdan los testigos es rescatar a Teresita que había quedado enredada en su chaqueta y atrapada bajo su bolso de piel. Lloraba con fuerza, creemos ahora que porque tenía hambre ya que era la hora de comer.

      Y así fue como Teresa se convirtió en Teresita. De vez en cuando me mira con ojos de reproche cuando le digo que en el fondo ha tenido suerte, que está repitiendo una de las etapas más hermosas de una vida. Su ceño fruncido me hace enmudecer, aunque sé que se le pasa el enfado cuando la veo jugar con los otros niños, en los columpios del parque.

 

 


Carta

 

 

 

    Temblaba el lapicero entre sus manos arrugadas. Esas manazas grandes que mantenían el palito de madera sujeto con miedo y ternura, temiendo quebrarlo en cualquier momento. Al igual que se sostiene un bebé.

    Y la cuartilla blanquita le miraba desde abajo, como preguntándole “¿ya vas a escribir, o me toca esperar un rato?” y el pobre hombre daba vueltas al lapicerito y lo posaba en la mesa, al lado de la cuartilla para que pudieran conversar y así se dijeran qué garabatear en la primera carta que escribiría en su vida.

    Debía ser algo importante, no una bobada cualquiera . Tenía que ser algo hermoso que cuadrara con los alegres colores de las estampillas que miraban de lado y esperaban en un cajón.

Como o quería ensuciar la cuartilla, que tan brillante le guiñaba los ojos, pensaba y pensaba. Y de tanto pensar no se durmió en toda la noche y se quedó mirando por la ventana. Y cuando ya la noche había pasado, agarró al lapicero con fuerza y sacando la lengua hacia un lado para mantener el pulso firme, escribió:

 

Ya se fueron los vencejos.

 

Y la cuartilla temblaba de alegría mientras la doblaban.

 

...de cada día.

Pues mire usté. Aquí esta una, abrazada al mundo. Porque si una no se abraza a algo, a fuerza se tiene que caer. Que yo me abrace al mundo no es cosa de casualidad, pero es algo que está muy bien para agarrarse. Porque mantienes los pies tocando suelo, que es donde está lo importante del asunto. Que por mucho que te menees, ya puedes tú, abrazada como estás, mover el pie para un lado o para otra y mantenerte siempre tiesa. Que luego pasa, lo que pasa. Lo que nos ha pasado a muchos. Que si te agarras a un sitio que sea pequeño y esté por encima, los pies se te acaban despegando de la tierra. Sí, sí, que no me lo invento. Primero uno, despacito y sin que te des cuenta, pega pequeños brinquitos y luego como si flotara, se queda de puntillas. El dedo gordo, ese es el que más sentido común tiene, pero al final siempre lo acaban liando. Y allá que va, con los demás. El pie en el aire. ¡Y cuestión de tiempo que se te vaya el otro detrás!. Y entonces te quedas colgando. Como un pasmarote, agarradita a la barra como un trapecista. Y mirando hacia arriba, a tus manos, pobrecitas, soportando lo que los pies deberían hacer por ellas. Se lo digo yo. Abrazada al mundo es como mejor se está, que es muy grande  y cabemos todos. ¿Qué hay gente que prefiere que se le balanceen las rodillas? Quite, quite, que una está mayor para eso y las rodillas acaban doliendo con el trote. Pegadita al suelo y sin perder de vista mis pies, que igual en un arranque de rebeldía, les da por intentar moverse sin mi permiso. ¡Una barra! ¡Y bien tostadita! Buenos días, hasta mañana.

 

Y se marchó. Abrazada a su barra de pan.

En el silencio de una noche anaranjada, la lata de refresco reposaba fría sobre la acera gris, compartiendo un poco de su frialdad y adquiriendo en un birlibirloque mimético, algo de la grisácea tonalidad de los baldosines. Aún no había sido aplastada. Conservaba todavía su forma cilíndrica perfecta, metálica, brillante y vacía como su interior. No guardaba para sí ni tan siquiera el recuerdo de haber sido llena de falsos besos en el transcurso de un limitado número de vaivenes, que iban del corazón a la boca. Tranquila y muda, era inherte más por su poca importancia, su mínima llamada de atención, que por no tener entrañas calientes que latieran en la oscura oquedad que una pequeña boca dejaba entrever.

Y en un súbito instante que cegó los ojos de todos aquellos que podían haber estado mirando peor no lo hicieron, el eco que habitaba en su interior salió expulsado por un silbido que movía arena, ramas, pelo y piedras. Se llenó la lata de un viento caprichoso que la empujó a lo largo de los baldosines en los que dormitaba, y parecían quejarse éstos a su paso. Cling-clong, balanceo y silencio. Cling-clong, balanceo y silencio. Y arranque de furia, carrera frenética emprendida como una insurrección en contra de todo lo que su nublada apariencia rezaba y sellaba. Cling-clong-clang-cling-cling.... más rápido y rítmico se volvió su avance, sin saber frenar o querer hacerlo, arrancando ya, no quejas sino gritos de júbilo de las piedras andadas y mil veces desandadas. Cling-clon-clon-cling-clon-claaang.

Hasta que ¡tump! seco choque, nada, fín.

Se paró en seco delante del banco y lo miró con atención. Como en un acto reflejo se giró y le dió la espalda. Se sentó lentamente sobre un crujir de maderas y clavos ancianos, expertos en protegerse del mundo con una capa anaranjada de óxido y polución.

Se sentó allí y esperó. No sabía qué, pero sentía un impulso irrefrenable de esperar. Los ojos de par en par, la boca entreabierta, la respiraciión entrecortada, de vez en cuando un vuelco del estómago le hacía removerse por dentro y por fuera.

Después de un largo rato, se percató del resto de las personas que había a su alrededor, también ocupando un asiento, también absorbiendo con ansia todo lo que sus sentidos podían atrapar. A veces sus ojos chocaban con los ojos de algún otro, pero ni el uno ni el otro se miraban. Nisiquiera se veían.

Todos estaban esperando.
Y ninguno sabía el qué.

Pasó un tiempo indefinido en el que ninguno pudo recordar días o noches, y tampoco espacios.

Se acostumbraron a no ver, a no observar, a no mirar. Se acostumbraron a no escuchar ni oír. Se amoldaron a un estado de procesión ante sus vidas, en las que procesar la información se reducía a descartar aquello que no era motivo de su aguardo.

Llegó un tiempo (indefinido, impreciso, indistinto, indiferente) en el que se dieron cuenta de lo inútil de su vigilancia. Se irguieron desperezándo sus extremidades y almas entumecidas, y como en un despertar un domingo de invierno, marcharon en silenciosa columna.

Pero algunos, aquellos que vigilaron con más ahínco, se quedaron inmóviles, ambos pies apoyados en el suelo, la mirada perdida. Se habían acostumbrado a esperar y ya no sabían hacer otra cosa.

Y la pregunta fue:

Y la pregunta fue:

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¿Qué hacía ella aquí?
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