Sin Camelot
Contaba mi tatarabuela en su diario (un simple cuaderno de espiral con los cuadros descoloridos y las marcas de grafito en un negro casi transparente, atenuado por los años) que un buen día, un cajón de la cómoda se atascó. Una cómoda heredada años atrás, que ya parecía vieja incluso para ella. Crujía y protestaba cada vez que se pasaba a su lado pero soportaba de manera hercúlea todas esas cosas para las que no encontraban otro lugar. Cuando no se sabía donde colocar un objeto, se posaba con cuidado encima de la cómoda, donde se exponía con altiva soberbia hasta que otro era eclipsado por cualquier otra pieza que ocupaba un lugar más adelantado. Las cosas que quedaban al fondo, donde ni la vista ni la mano alcanzaban, se convertían en misterios llenos de polvo que nadie recordaba.
Pues bien, contaba mi tatarabuela en su diario que un buen día se atascó el cajón de la cómoda. Es curioso, porque nadie se dio cuenta hasta mucho después, cuando el cajón llevaba cerrado tanto tiempo que nadie recordaba realmente que contenía. Toda la familia intentó por turno abrir el cajón. El tío Eulalio lo intentó con tanto ímpetu que se quedó con el tirador en la mano. La prima Esclavitud se clavó dos astillas al intentar introducir los dedos en la ranura que dejaba entrever una negrura seductora. Marianito lo intentó a patadas pero solo consiguió que todos los trastos que majestuosamente descansaban como damas viejas encima de la cómoda se pusieran a temblar escandalizados y protestaran en forma de chinchines y chinchones. Y así uno a uno en solemne procesión, todos intentaron abrir el cajón que a cada batalla ganada aumentaba su secreto y su vanidad.
Desde ese día, cuenta mi tatarabuela, el cajón se convirtió en un reto familiar. Una especie de legado que se le dejaba a las siguientes generaciones sin tener muy claro cual sería el premio por ganar tan peculiar gesta. Comenzaron a nacer historias que alababan las maravillas que albergaba su interior, como ancestrales tesoros guardados desde el albor de los tiempos. Y se asociaba el nombre de la familia a esos prodigios, que poco a poco fue ganado una reputación oscilante entre lo divino y la más pagana brujería, pero no dejaba a nadie indiferente. Incluso sugiere el diario, que algún mozo de buen ver intentó entrar en la familia usando todos sus encantos, solo para tener su momento de artúrica gloria.
Todo esto es lo que cuenta el diario de mi tatarabuela. Ese diario que solo es un cuaderno de espiral con los cuadros descoloridos y las marcas de grafito en un negro casi transparente, que un día encontré en el cajón de la cómoda.
6 comentarios
aiyana -
la sombrilla insolada -
No sé por qué desaparecí, la verdad es que me ha extrañado a mí misma. Pero siempre puede una volver, siempre que se me admita a regresar.
Muchas gracias Periko.
Periko -
Decidí hacértelo yo mismo, y me di cuenta que no tenía tiempo suficiente para estar a la altura de la misión. Cuando me ponía a colorear las hojas, tenía que irme de viaje. Cuando tenía que secar las flores que habría pegadas en la tapa, tenía que ir a trabajar urgentemente y al volver, se habían marchitado.
Así pasó una eternidad. Casi un año. No me atreví a decirte que había fracasado en lo que te propuse. Cuando tenía vergüenza para hacerlo, normalmente tu habías salido a fumar un (ci) afuera. Un día me propuse decírtelo, que había fracasado, que el cuaderno nunca sería mejor que tu simple cuaderno de espiral de tu tatarabuela, con los cuadros descoloridos y las marcas de grafito en un negro casi transparente, que realmente lo bonito era lo que escribías y no lo que lo contenía, pero tu ya no estabas. Ni allí ni en el messenger.
Chinchines y chinchones... sigue así.
la sombrilla insolada -
Guille, tienes que contar esa historia apócrifa del aceite del rey Arturo...
guillermo -
nadie -