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Frustarado. Memorias de un paraguas transilvano.

Teresita

Mi amiga Teresita antes se llamaba Teresa y con ese nombre era conocida en todos los círculos en los que usaban su nombre para dirigirse a ella, porque por todos es sabido que hay ocasiones en las que nuestro nombre es sustituido por un "cariño" , un apellido o un insulso "usted" en los mejores casos. La lista de los nombres en "los peores casos" es realmente interminable y me desviaría demasiado de mi historia.

    Teresa acudía a su trabajo todos los días (donde dejaba de ser Teresa para convertirse en "Fernández" o "García" o "Bustarviejo" o cualquier cosa similar). Tomaba la misma línea de metro a la misma hora "impepinablemente", expresión que gustaba de usar cada vez que hablaba de sus desplazamientos en el suburbano. Es posible pensar erróneamente que puesto que Teresa montaba en el mismo vagón a la misma hora desde la misma estación, conocería las caras de todos los "usuarios" que, como ella, seguían fieles a sus costumbres matutinas, más por sueño que por costumbres. Pero no era así, porque Teresa, al igual que sus desconocidos compañeros de viaje, aún se encontraba en una fase del sueño que todavía no se ha reconocido oficialmente como tal. Es la fase del sueño que dura desde el momento en el que te despiertas hasta el momento en el que algo interesante ocurre por primera vez en el día. Hasta que eso sucede, seguimos en un sueño interminable y cambiante que nos aísla de una realidad que suponemos doliente sin llegar a conocerla.  Esta fase del sueño se da también en momentos en los que una rutina está llegando a su punto final, algo que suele suceder en los viajes de regreso a casa.

    La tarde en la que Teresa cambió de nombre, regresaba del trabajo pensando en vaya usted a saber qué cosas, mientras intentaba contar las puertas que podía identificar en la negrura del túnel. Salió de sus frenéticos cálculos por narices. Esto es, que de repente percibió un aroma que puso en marcha los más extraños mecanismos de su memoria. La fragancia  procedía del perfumado cuello de una mujer que se encontraba sentada justo su lado. Dulce, envolvente, Teresa intentó ensanchar las ventanas de su nariz (lo intentó, porque nadie está seguro todavía de que eso pueda llegar a hacerse con éxito) para llenar sus pulmones y su paladar de aquel sahumerio evocador. A su cabeza llegaron bolas de plastilina de varios colores mezclados. Quizá fue por eso, que Teresa  comenzó a olisquear el aire que le rodeaba, pues no entendía que conexión existía entre una bola de plastilina y una fragancia tan dulce como aquella. Supuso (porque nunca se probó que así fuera) que era el mismo perfume que utilizaba alguna de sus maestras de preescolar, cuando sus manitas moldeaban la masa de plastilina, mezclando todos los colores posibles hasta conseguir un marrón desagradable que dejaba de gustarle. También pensó Teresa, que es realmente curioso como algunas aromas pueden resultar de un evocador tan potente, que incluso llegamos a sentirnos tal como éramos en el momento recordado.

      Todos los amigos (esos que antes la llamábamos Teresa y ahora le decimos Teresita) concluimos a toro pasado, que el problema de nuestra querida amiga fue creerse su propia teoría. Nada hubiera pasado de no haberle hecho caso a sus ideas sobre aromas y recuerdos. Pero supusimos que al enunciar mentalmente esa presunción repentina la acompañó de la fe peor de todas. La fe ciega. Fue en ese momento cuando Teresita comenzó a menguar dentro de su jersey. Primero lo notó en sus orejas y su nariz que se hicieron pequeñas en su cara, dándole el aspecto de un extraño roedor. Después sus manos desaparecieron en sus mangas y sus zapatos cayeron con un ruido sordo, cuando sus pies quedaron colgando en el asiento. Su pelo comenzó a volverse claro y fino y a desaparecer hasta convertirse en una suave capa que cubría la cabeza del tamaño de un melón grande. El resto que recuerdan los testigos es rescatar a Teresita que había quedado enredada en su chaqueta y atrapada bajo su bolso de piel. Lloraba con fuerza, creemos ahora que porque tenía hambre ya que era la hora de comer.

      Y así fue como Teresa se convirtió en Teresita. De vez en cuando me mira con ojos de reproche cuando le digo que en el fondo ha tenido suerte, que está repitiendo una de las etapas más hermosas de una vida. Su ceño fruncido me hace enmudecer, aunque sé que se le pasa el enfado cuando la veo jugar con los otros niños, en los columpios del parque.

 

 


5 comentarios

la sombrilla insolada -

Es que Teresita no desayunaba, y demos gracias...Mejor la plastilina que el olor de las papillas de cinco cereales... ¿no?

Gracias por tu comentario.

maníasmías -

de quién era? quién lo escribió?

el cuento de
el increíble hombre meguante

un primo lejano de teresita
.
bonito cuento el tuyo
.
la magdalena de Proust, la plastilina de Teresita
.

la sombrilla insolada -

¿Eso dicen? Será que no miran con los ojos, aunque escribir, escribir, yo no es que escriba... Escupo más bien, así como llega...

;)

Keira -

Para que luego digan Villalbas, Villascañas and company que en nuestra facultad no hay vocación por escribir... :D

O. C. P. -

Se te echaba de menos.