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Frustarado. Memorias de un paraguas transilvano.

Canción bajo el suelo.

Por un momento, su voz inundó el pasillo y avanzó por las escaleras mecánicas hacia arriba, llenando los oídos a la gente de esperanzas.

 

Las palabras fluían en un idioma triste, arrancadas de una historia cifrada por una barrera más alta que Babel, y al compás del sonido del mecanismo de la escalinata la melodía se hacía cada vez más evidente. La caja oscura que yacía a su lado exhalaba estridentes notas a las que la voz no sabía acoplarse, convirtiendo lo que debería ser armónico en una guerra sin tregua.

 

Su pelo parecía áspero por salvaje. Incluso se había rebelado contra el color adquirido a base de tinturas y le caía sobre los ojos a modo de protesta. En su cara una mueca pretendiendo ser sonrisa. Y sus manos apretadas contra un micrófono frío, que lanzaba sus destellos entre los dedos entrelazados que lo sujetaban a modo de plegaria. La puntilla blanca apretaba sus muñecas, atándolas a un pasado que ni ella misma conocía. Daban ganas de escuchar el susurro de su vestido.

 

La voz se quebró, exhausta, ahogada en algo más profundo que una canción. La caja de ritmos había ganado la guerra.

Saborear

    También a ella misma le sorprendía su capacidad para corretear por el pasillo de su casa estando todavía medio dormida. Incluso una vez llegó a girar y girar sobre sus pies buscando algo sin saber qué. Su afán previsor se agotaba después de preparar una cafetera la noche anterior, que la recibía con los brazos abiertos por las mañanas.

    Se animaba mientras bajaba las escaleras. Aunque tenía la certeza no estar aprendiendo nada nuevo, le gustaba ir al curso todas los días. A otro pueblo, un pueblo algo alejado. A dos transbordos en tren de distancia. Tres trenes llenos de vidas, que ella observaba cuidadosamente. Se había propuesto aumentar su galería de recuerdos y sabía que esto sería importante en algún momento.

    El pueblo los recibía con el olor agrio que llegaba desde un polígono industrial cercano. Así que todas las personas que hacían el viaje normalmente, se armaban con un pañuelo que apretaban contra su cara hasta alejarse lo suficiente de la estación de tren. Todas las personas, menos ella, que siempre lo olvidaba.

    Las horas de clase se hacían amenas viendo a su compañera chatear, leyendo el manual o sacando de quicio al profesor con más paciencia que nunca había conocido. Pero lo que de verdad deseaba cada mañana, era que llegara el descanso.

    Sus compañeros habían elegido una cafetería cercana al lugar donde se impartían las clases. Era un local moderno, con taburetes y mesas altas, pintado en tonos naranjas y amarillos y carta de cafés. Pero su pequeño grupo, decidió pasar de largo, y caminando encontraron un bar, amplio y oscuro, con muchas mesas ordenadas en fila y olor a café y serrín. Era el lugar de encuentro de amas de casa, jubilados y algún trabajador que se escapaba para tomar un café o una cerveza dependiendo de la hora. Y ahora ellos también formaban parte de esa extraña familia creada por la casualidad o la costumbre.

    Regentaba el bar un hombre de unos 70 años, que el primer día que los vio llegar se sorprendió tanto como el segundo. Cuando comprendió que tenía nuevos clientes habituales, jóvenes, que llenaban la estancia de risas y discusiones por igual, comenzó a llevarles el pedido a la mesa. Un café solo con hielo, uno con leche y una cocacola. El chico no solía pedir y cuando lo hacía también bebía cocacola. También añadía una jarra de agua con hielo y cuatro vasos, porque había notado que se reían de la chica que siempre pedía agua para acompañar. Disfrutaba como un niño gastándoles bromas o acercándose a contarle anécdotas del pequeño pueblo donde había nacido. Cuando con una congoja mal disimulada les anunció que ese año seguramente se jubilaría y cerraría el bar porque ninguno de sus hijos quería hacerse cargo, le gustó mucho ver sus sonrisas y sus palabras de ánimo. (El chico no, el chico estaba serio. Y la chica delgada solo miraba su cocacola).

    Ella también disfrutaba con los saludos del viejo de la barra, la voz tímida de su mujer que a veces les preparaba tostadas o les ofrecía algún dulce casero que había hecho para sus nietos. Con la voz chillona de la mujer del carrito diciéndoles que no tomaran en serio al camarero y con el movimiento de cabeza y el gruñido que les dedicaba todos los días un hombre alto y enjuto. Era su manera de decir “hola”.

    Ese día, al ir a pagar, miró al viejo a los ojos y le dijo mientras soltaba las monedas en sus arrugadas y callosas manos: “También vengo a despedirme. El curso acaba hoy y ya sabe usted que no vivimos aquí”. La cara del hombre se convirtió en una mueca agridulce y giró sí mismo para comenzar a buscar algo frenéticamente. Se llevaba las manos del delantal a la cabeza, semicubierta de pelo blanco. De una caja de cartón extrajo cuatro paquetes de chicles de diferentes sabores y los depositó sobre la barra, como con miedo o descuido. “Toma hija, para vosotros. Siento mucho no tener nada mejor que daos como despedida” susurró algo avergonzado.

    Sonriendo, llevó los chicles a sus amigos. Y desués de mostrárselos en la palma de la mano como si fuera un gran tesoro , todos le hicieron gestos los brazos al viejo y a su mujer, que retorcía un paño entre los dedos.

    Al salir, en el oscuro bar quedó flotando el eco de la última frase que dijeron antes de desaparecer por la puerta.

 

 

“¡Vendremos a verle!”

 

 

.

 

Masticar.


 

            Aunque después del primer toque de despertador, giraba sobre sí misma y volvía a dormir profundamente, no existía ningún riesgo de levantarse tarde. Esos diez minutos de remoloneo también estaban calculados.

 

            Como hacen aquellos que se resisten a abandonar la semiinconsciencia de las madrugadas, estiraba su cuerpo bajo el edredón y dejaba caer un pie fuera de la cama. Sus pequeños dedos se encogían dentro de los patucos de lana. Después se cubría los  hombros con una bata. La ropa que iba a ponerse reposaba doblada encima de la mesa, en pulcro orden. Los pantalones vaqueros primero y sobre éstos un jersey. Encima del jersey descansaba una camiseta de manga corta, unos calcetines, unas bragas y un sujetador. Con todo esto bajo el brazo, se encaminaba a la ducha sin encender ninguna luz para no molestar a nadie.

 

            El agua estaba siempre en su temperatura justa y nunca duraba más de 15 minutos. Por orden se enjabonaba el pelo, luego lo aclaraba y repetía dos veces. Entonces se aplicaba la mascarilla (esta vez la había elegido, por cambiar, con olor a frutas silvestres) y frotaba el cuerpo durante cuatro minutos exactos, lo justo para que la crema hiciera efecto hasta en la última raíz y punta de su cabello.

 

            El ritual del desayuno se llevaba a cabo con la banda sonora que le proporcionaba el walkman. Le gustaba escuchar música por las mañanas y esa era la única forma de hacerlo sin despertar a su familia durmiente. Mirando con asco la taza, acababa colando los restos de cereales que le quedaban y bebiendo el cacao oscuro con auténtico deleite. Después de lavarse los dientes y ponerse dos tipos distintos de crema en la cara, volvía al dormitorio a por la carpeta y el bolso.

 

            Ese día no pudo fumarse un cigarro en la cocina porque los cinco minutos que premeditadamente solían sobrarle para ello, los había gastado en desempaquetar el nuevo frasco de mascarilla. Así que lo fumaría en la calle.

 

            Y como siempre, la persona con la que tenía que ir a la estación todavía no había llegado. Y como siempre, se repetía una y mil veces que mañana dormiría más, que de nada le servía tenerlo todo calculado para que luego los demás llegaran tarde, y que se estaba helando de frío cuando podría estar en su casa tranquilamente fumando sentada en la banqueta de la cocina y escuchando el walkman.

 

            Cuando su amiga llegaba, ella agachaba la cabeza hasta llegar a la estación, mientras el objetivo de sus iras matutinas parloteaba y parloteaba. ¿Cómo era posible que se tuvieran tantas cosas que decir a las seis y media de la mañana?

 

            Las horas de clase se hacían tediosas. Bueno, solo cuando se quedaba sin el control del ordenador. Cuando su compañera decidía ponerse a leer el manual y hacer por una vez caso al profesor, ella podía adueñarse del equipo y reunirse con los amigos que había conocido en un chat. No le preocupaba en absoluto no enterarse de nada. Tenía la certeza que aquellos habían sido los tres meses peor empleados de su vida.

 

            A la hora del café sucedió lo de siempre. Aquel imbécil al que tenía que soportar sin tener todavía muy claras las razones de por qué lo hacía, volvería a repetir la misma frase insultante de siempre, volvería a burlarse de ella porque pide un vaso de agua para acompañar y volvería a insultar al hombre de la barra cuando les trajera las bebidas en una bandeja a la mesa. “Todo acaba hoy por fin” se decía mentalmente mientras intentaba no escuchar las carcajadas insultantes del personaje que tenía delante y la cuarta en discordia que siempre le seguía las bromas. Se levantó y fue al baño. Su amiga le guiñó un ojo mientras pasaba y observó que el camarero buscaba algo bastante nervioso.

 

Tragar

Se iba a la cama después de su ración diaria de tres horas completas de televisión nocturna. Con la cabeza llena de las palabras del presentador, los gritos de los colaboradores y la información exacta de las medidas de aquellas chicas que se paseaban por encima de la mesa, sin ser perfectas pero aparentándolo.

Cuando se despertaba iba directamente a la cocina y encendía el primer cigarrillo del día. El primero de los otros muchos que le seguirían siempre y cuando tuviera dinero para comprar un paquete del rubio más barato que no estuviera mal visto por el resto de fumadores.

Como estaba en su fase de régimen, no desayunaba. Miraba con asco la fruta de la nevera, pensando que debería tomar una y nunca decidiéndose a hacerlo.

Después de vestirse y cambiarse de camiseta tres veces, se encerraba en el baño. Extendía el maquillaje por su rostro con tanta fuerza que parecía querer borrarlo, hacerlo desaparecen para así quedarse con un lienzo en blanco al que dar forma. Después de recogerse el pelo en una coleta tan elaborada que no lo parecía, agarraba unos papeles y salía por la puerta sin despedirse de un familiar (o dos) que se cruzaba con ella por el pasillo. En el espejo del portal, se miraba de reojo. En el fondo se gustaba mucho más de lo que daba a entender, y sabía que los que no la apreciaban lo hacían solo por envidia.

En el portal le esperaba el mismo saludo de siempre. Nervioso, rasgado, con carajada estrepitosa al final. Era un pesado. Pero siempre la seguía como un perrillo faldero y cualquier cosa que le pidiera, lo haría. Más le valía aguantarle, como llevaba haciendo desde que eran niños. Sabía que su amistad hacia ella era sincera y se preguntaba a sí misma si esto debía hacerle sentir mal. Notaba que a veces él intentaba no quererla. Nunca lo conseguía.

Las clases a su lado eran aburridas. Miraba con envidia las risas de sus dos compañeras que se divertían cinco filas más adelante. Además sabía que no serviría de nada todo eso que les contaban. Ella no quería dedicarse a nada relacionado con ordenadores, ni cables. No sabía que quería hacer. No sabía nada. No sabía. No.

El rato de descanso le permitía fumar y mirar el café de una de sus amigas con cierta fruición. No le gustaba, pero el efecto de la taza en sus manos le parecía interesante. Ella bebía cocacola. Todo era siempre lo mismo. Agua, café, burlas, enfados, y discusión. Luego risas. Menos mal que todo acababa ya.

Pero ese día ocurrió algo. Su amiga se entretuvo en la barra más de lo normal, hablando con el viejo. Y vino sonriendo de una manera extraña a la mesa. Y allí extendió las manos, las abrió y enseñó algo. Y en ese momento, sintió una punzada en un costado, algo que experimentaba por primera vez.

Escupir.

El despertador es el pistoletazo de salida para un nuevo y terrible día, igual al anterior. Poner los pies sobre la alfombra, incorporarse, caminar por el pasillo oscuro, escuchar la respiración entrecortada de los que duermen, esquivar los espejos (uno, dos, el último).

Girar el grifo y no fijarte en como el agua estalla al entrar en contacto con el plato de ducha. Desnudarte con rapidez, intentando reducir al máximo el momento en el que te enfrentas al mundo sin nada donde esconderte. Salir de la ducha y secarte con furia, vestirte de nuevo. Concentrarte en ese punto del espejo que permite ver tu pelo y procurar obviar todo lo demás. Gomina.

Llegar a la cocina por instinto, para una vez allí, volver a salir sin desayunar. Llaves, carpeta, un portazo indiferente. Frío en la calle, perspectivas por delante: las mismas, sentirte solo, no escuchar a nadie e intentar proyectar el odio que guardas para tu persona en el resto del mundo.

El tren, tres voces. Y la tuya, que alzas con la bandera del desprecio disfrazada de juego. Sabes que duele y por eso te empeñas en afilarla aún más.

Olor a tiza, a cables y a personas a las que no puedes evitar despreciar. (si no lo hicieras, te despreciarías a ti mismo el doble).

Descanso. Cigarrillos y café. Tú ni lo uno ni lo otro. Gente, rencor hacia la gente, todos parecen estúpidos. Detestas la sonrisa que tienes enfrente y la indiferencia que ni te mira. Al ser que tienes a tu lado no puedes odiarlo, pero te gustaría a veces. Te burlas del viejo solo para ver como la sonrisa se tuerce. Gritas y maltratas con palabras para provocar a esa que te ignora, pero te sigue ignorando pese a todo. Y también crees que está comenzando a odiarte. Eso te gusta.

El recorrido de vuelta, es igual pero a la inversa. Gente, cables, tizas, voces, tren, portazo, carpeta, llaves, cocina, espejo, ducha, pasillo oscuro (lo sigue estando) y sábanas que te ahogarán hasta que el despertador de el pistoletazo de salida.

Chicles

Su abuelo hablaba en sueños muy a menudo, así que era algo por lo que no tenía que preocuparse. Sin embargo, había podido observar como de vez en cuando, repetía algo que había llamado su atención, tanto por lo insólito, como por la forma obsesiva en la que el anciano pronunciaba aquellas palabras. Por eso, cuando el médico les informó de que su estado era el normal para las circunstancias (es decir, muy débil), pero que había algo extraño que parecía perturbarle mientras dormía, todos asintieron con la cabeza y dijeron lo mismo. “Chicles”. El doctor, pese a haber estado toda su vida ensayando su pose grave y seria para estas ocasiones, no pudo disimular su asombro. “Exacto, Chicles” repitió, como si fuera él el descubridor de tan peregrino acontecimiento. “Sí, a veces pasa noches enteras diciendo ‘Los de los chicles, los de los chicles’ ”

Pero nadie le dio más importancia a aquello, y durante el entierro, solo su nieto recordaba las palabras de su abuelo, en las noches oscuras en las que compartían habitación. Porque le parecía intuir, que cuando las decía, su abuelo sonreía.

...

    Nunca olvidará aquella imagen porque recurría a ella una y otra vez obligándose a sentir demasiadas contradicciones en unos pocos segundos.

    El olor a cloro se extendía por todas las instalaciones, y allí se mezclaba con el de la goma quemada de las ruedas gastadas sobre el asfalto. El calor era casi insoportable, pero en aquel pequeño oasis de hierba seca que arañaba los pies descalzos, la sombra se extendía tan oscura como su recuerdo. Los gritos y risas en forma de acompañamiento musical llegaban a sus oídos acorchados, como escondidos bajo una almohada. Sonidos que buscaría con ansia a lo largo de toda su vida en las playas y piscinas que visitó.

    La zona de juegos se llenaba de carcajadas a media luz. Menos histéricas y más comedidas que las que proporciona el agua. Los chirridos y gemidos de los columpios, que habían aprendido, después de tantos años, a coordinarse y modulars para que el soniquete resultara hipnótico y ensoñador.

    Y vio la sangre. Y el bañador negro de su madre. Y la sangre en las piernas de su madre que corrían torpes y torcidas. Y la sangre en las manos de su madre. Y la niña en los brazos de su madre, coloreada de un rojo que se escurría y teñía la hierba marrón.

    Dejó de percibir nada excepto los gritos. Lamentos que salían de su garganta con una fuerza estremecedora, pero su cuerpo parecía muerto, sostenido por unos brazos de los que ella se creía dueña. Y la mueca de su madre, desencajada la faz, cristalinos los ojos, perdida como nunca la había visto perderse, rogando hasta con cada estremecimiento, una ayuda que parecía no llegar nunca.

    Y el miedo paralizador dejó paso a los celos. Celos de la sangre ajena que chorreaba por su madre y le provocaba un dolor intruso casi palpable. Celos del cuerpo menudo, desmayado, que vociferaba y gritaba llamando a su propia madre y odiando a la postiza. Celos de cada gota brillante bermellón rabioso, que siguió hasta llegar a la enfermería, donde encontró el bañador negro conteniendo el cuerpo tembloroso de una madre a la que no reconocía. Y se dio la vuelta y la abrazó, todavía con el olor metálico impregnado en la lycra, casi hasta hacerla daño.

    Y entonces dejó de sentir celos.

    Para volver a sentir miedo.

Previsualizando

quépasaríasitodavíaseacordaranelunodelotro

sicadadíadedicaranunmínimolapsodetiempoapensarse

sihubieranreconocidoquenoerasoloalgolúdico

yhubieranapostadosinmiedoaperderunaidentidadqueenrealidadningunodelosdosposeía

sidejandolacobardíaaunladosehubierandecididoausarpalabrasenprincipioprohibidas

únicamenteparadenominar

nuncaparadescribir

quepasaríasiyanosabíansiseimaginabanoimaginabansurecuerdo

 

 

¿Qué pasaría?

¡Soy el quinto Beatle!

 

Pero armada con guantes de goma.

 

Decidido: es la mejor música para limpiar la cocina.

Cumplo con mi deber.

Cumplo con mi deber.

En respuesta a una agradable invitación.

“Veamos hay que buscar cinco” pensaba “pero tengo la cabeza completamente vacía, o es que hay demasiadas de las que me gustaría hablar”. Miró al cielo un par de veces y olfateó el aire en busca de pistas. “¡ya sé!” se dijo “Maui kadife porque me la presentaron como una obra profunda y yo solo conseguí ver un canto a lo grotesco y además sin gracia”, cogió aire para decir en voz baja “Velluto blue porque hasta en la historia fácil es sosa”, y animada levantó la voz “Terciopelo Azul porque me hizo sentir vergüenza ajena en algunos momentos” y entonces descubrió la gran verdad “Blue Velvet por hacer perder mi tiempo moneando ante mí disfrazado de arte”

Igual esta chica tan mona tiene algo que añadir.

(Pido disculpas a mi anfitrión, pues sospecho que a él si le gustaron bastante las películas que acabo de decir)



Soñando.

 I don’t want to be a Muse anymore she cried, throwing his papers to him It is so passive! What is a muse without a creator?

He looked up and said:

 The same as a creator without a Muse.

Le gustaba inventar nuevos lenguajes.

            Le gustaba inventar nuevos lenguajes porque a veces se cansaba de los que ya conocía. Tan ajados y deshilachados, a menudo perdían la esencia de lo que querían decir, y como habían sido tan usados, llevaban una información añadida, una suciedad adquirida al igual que las monedas que pasan de mano en mano en un mercado.

 

            Su favorito para los recuerdos era el lenguaje de los olores. Si a un grupo de fonemas se le podía asignar una idea, ella se deleitaba en asignarle recuerdos a los aromas con los que de repente se topaba.

 

            Así, la antigua casa de sus tíos paternos era el olor del queso curado y los productos de  matanza en la cocina, mezclado con el azúcar que se despegaba de la pegajosa capa de miel y aceite de aquellos dulces que le ofrecían sonriendo. De su tía materna en el pueblo manchego, el olor al humo de la estufa pegado en las cortinas, en el barniz de las sillas y en las faldillas de la mesa. La familia de la capital, era olor a cerrado, a afinación, a rancio y tubería vieja. Si pensaba en Zaragoza, eran los efluvios de cera para el suelo de madera y ambientadores de fresa los que la recibían y para Huesca quedaba reservada la humedad que desprendía el yeso, los churros por la mañana, el maíz seco del almacén o el aroma de las medias noches en el armario de la despensa.

 

            Éste último llegaba a ella acompañado de un sonido, el de la puerta al abrirse y cerrarse furtivamente durante las largas noches de verano, las risas infantiles y los susurros ahogados sobre pies descalzos. Y así es como se sentía en el súpermercado, con los inocentes bollos intentando proporcionarle recuerdos a través del plástico de la bolsa crujiendo entre sus manos.

 

            Y decidió hacer más rico su lenguaje. Y se puso a repasar los sonidos que podía asignarle a cada olor recordado.

        

Irreflexión.

Me gusta observar a la gente mientras desayuna. Normalmente ingieren cosas de dudosa calidad, de esas que saben bien, pero no alimentan. Y cada vez más gente, se suma al consumo de unos productos que ni siquiera saborean. Se limitan a engullirlos distraídamente sin prestarles ninguna atención. No les culpo. Cuando he olvidado mi desayuno en casa y he optado por estos tentempiés me he dado cuenta de que algunos son insípidos y otros realmente saben mal. Cerrar los ojos y tragar es una alternativa. La otra es quedarte en ayunas.

De vez en cuando, descubres a alguien con un manjar entre las manos. Y es con esas personas con las que más disfruto en mi acto furtivo de observación y espionaje. Saborean pausadamente, paladeando cada miga, mostrando en sus ojos y en algún gesto espontáneo, el placer que está obteniendo de esta ingesta matutina. La primera del día, después de una noche de dieta consentida.

Reconozco que a veces, sin ser vista (o quizá sí, quién sabe) me he aprovechado de estos desayunos ajenos. La mayoría de las veces sólo he acertado a captar el aroma, de lejos. En contadas ocasiones, y sospecho que gracias al consentimiento tácito del anfitrión, he podido degustar una pequeña parte, mínima, ínfima, pero muy reconfortante, aunque una mera limosna para un paladar inquieto.

Palabras.

Palabras.

En realidad hay palabras completamente vacías de significado. Hola, buenos días, hasta luego, adiós, buenas noches….solo sirven para relacionarnos entre nosotros como especie gregaria. Un bote y una chispa que desaturden la corriente de su pensamiento. No puede ser cierta esa gran contradicción. ¿Vacías de contenido si tienen un fin tan importante? Decir hola es decir estoy en el mundo, soy como tú, en algún momento compartimos un tiempo de nuestra existencia y lo gastamos o malgastamos juntos, te recuerdo, formaste parte de una mínima porción del tiempo que me ha sido asignado para ser, te reconozco, el hilo que nos unió no se ha roto todavía. Buenos días, mirarte a los ojos y esperar una sonrisa, intentar adivinar si has dormido poco o que hiciste el tiempo que estuvimos separados, si te quemaste con el agua caliente de la ducha (como yo) o has desayunado (al contrario que yo), hasta luego como la demostración de continuidad en nuestras vidas, un luego que nunca se sabe cuando ocurrirá. Buenas noches, me separo de ti para caer en la inconsciencia del mundo paralelo en el que somos pero no somos, pero espero encontrarte mañana o pasado, o dentro de muchos años, tal y como te recordaba antes de despedirnos sin la luz del sol que nos alumbraba.

¿Vacías de significado? Hola, buenos días, buenas tardes, buenas noches, hasta luego, adios.

...

...

Fumaba sola, en la oscuridad quebrada por la luz que se filtraba a través de las tablillas de la persiana de madera.

Al expulsar el humo sobre el cigarro, éste respondía con una incandescencia aún mayor. A su alrededor se creaba un halo naranja, que se difuminaba mientras intentaba alcanzar todo lo que había a su alrededor. Pero solo abarcaba unos cuantos milímetros.

El cigarro se quemaba sin arder. Es lo único que hacía, consumirse poco a poco sin haber conseguido nunca explotar en una llama, o una chispa siquiera.

Al niño que nunca sabrá de mi existencia.

Al niño que nunca sabrá de mi existencia.

El pequeño Óscar normalmente jugaba con su hermano. Su hermano era mayor que él, y Óscar se divertía sólo un rato, porque luego, enseguida, su hermano intentaba chincharle. Y lo conseguía. Le tiraba el balón a mala idea solo para hacerle daño, le quitaba la lata a la que ambos daban patadas y no se la dejaba tocar, corría tras él dándole capones o lo perseguía hasta arrebatarle el patinete en el que se deslizaba. Así que Óscar gritaba, se enrabietaba, lloraba mientras insultaba a su hermano y lo perseguía para poder darle un buen pellizco, pero nunca lo lograba, con lo que se enfadaba aún más, y se ponía a chillar bien fuerte, hasta que su padre asomaba la cabeza y los castigaba a los dos a sentarse quietos y sin mirarse. Pero ni aún así podía Óscar estar tranquilo. Su hermano se las apañaba para hacerle burla, contarle mentiras que lo asustaban o darle patadas por debajo de la mesa.

Hoy, el pequeño Óscar jugaba sin su hermano en el parque. Como disponía de toda la plaza para él sólo, no dudó ni un segundo en recorrerla a saltos. Comenzó a jugar un partido de fútbol con un balón imaginario hasta que se cansó. Luego decidió escapar de lo que parecía una gran fortaleza llena de malvados seres que pretendían atraparlo. Saltaba, gritaba, lanzaba patadas al aire y a veces caía bajo el peso de cinco o seis contrincantes que aún así no podían con él. Corría de arriba a abajo, se subía a los bancos y se lanzaba con los brazos extendidos, daba vueltas y vueltas en la farola. Paraba un poco para recuperar el aliento y tenía una pequeña conversación en voz alta (ante la mirada extrañada de los que pasaban por allí, que medio ciegos, no veían ni fortaleza ni villanos ni nada de nada). A veces reía, a veces gritaba, y cuando recibía un golpe, se recuperaba enseguida y reanudaba con más ahínco su misión (que a estas alturas no tenía muy clara).

Al fín, consiguió salir, saltando un enorme foso infestado de cocodrilos y pirañas, y se dejó caer, extenuado, en la fría plaqueta de la plaza. Y sonreía. Y luego comenzó a reírse a carcajadas, porque ese día, el pequeño Óscar, de cinco años, había vencido a su hermano.

...

...

"Nuestra vida es corta. Se puede decir que tenemos un tiempo finito para leer. Así que no podemos abarcarlo todo. Sed muy selectivos, porque no estamos para perder el tiempo".

Esas palabras retumbaron en su cabeza durante mucho tiempo. Si quería dedicarse a escribir, tenía que hacerlo bien. Odiaría pensar que alguien ha sentido que por su culpa, ha estado perdiendo el tiempo. Quería ser uno de los elegidos.

Puso todo su empeño. Devoraba la realidad a cada paso, para exprimirla y convertirla en aquello que necesitaba. Su cabeza se llenó de historias inconclusas que guardaba en un rincón por si podían servirle para algo en algún momento.

Gritaba de ira cuando sus personajes se rebelaban en su contra, lo miraban con indiferencia y decidían convertirse en seres convencionales. Pese a sentir tentaciones, nunca pudo  matar a ninguno de estos rebeldes sedentarios, que se acomodaban a esperar, como hacía el resto del mundo.

No dormía, casi no comía, apuntaba cada amanecer, cada atarder, cada lluvia y cada noche de tormenta. Llegó a llorar de rabia sobre el papel, y llenarlo de gotas rojas, al sangrar sus dedos contra un lápiz afilado.

Hoy es uno de los grandes. Sus personajes han sido imitados, odiados, admirados, desdeñados, empujados al vacío y reescritos. Su obra es estudiada por niños, universitarios y ancianos. No hay nadie, y cuando digo nadie, es lo que quiero decir, NADIE, que no haya escuchado, al menos una vez en su vida, su nombre.

Y él murió amargo, pensando que no lo había conseguido.

Meme-insolado.

Meme-insolado.

Deyector ha tenido la amabilidad de invitarme a hacer esta cadena. Sería el primer "meme" de Frustarado. Una cadena para exponer tus manías ante los ojos de los demás y que así el resto del mundo se sienta un poco menos raro.

Disfrazada de sí misma, pero mucho más vieja, emprendió un viaje para adivinar quién había sido en la vida. Contactó con gente aquí y allá, gente que ella pensaba que podían haberla llegado a conocer bien o mal. Éstas fueron las respuestas que obtuvo después de escuchar:

- Sí, era la chica que se retorcía el pelo. Elegía un mechón cualquiera, de los que se le escapaban de la coleta, resbalando por su nuca, o los más rebeldes que no querían formar parte ni de la melena ni del flequillo. Y luego, con una asombrosa rapidez, lo hacía girar y girar en su dedo, para luego parar en seco y acariciar la punta. Y tan concentrada la veías, que te sorprendías a tí mismo convirtiendo un mechón de tu propio cabello en un rizo que se ondulaba entre tus dedos. Era un bucle cerrado.

- A la hora de dormir, buscaba ansiosamente entre la ropa de cama hasta atrapar un borde de su manta rosa. Desgastado como estaba,ella seguía frotando su dedo pulgar contra esa suavidad conseguida a base de tiempo y caricias. En verano, acomodaba la manta a sus pies, y era su empeine el que  la recorría, hasta que se quedaba dormida. A veces, incluso, la he visto agarrar la manta entre sueño y sueño, y sonreir.

- ¿Guardar cosas? Sencillamente las acumulaba. Tenía las paredes a rebosar de chinchetas y de cada una, pendían como en un racimo apretado, fotos, papeles, envoltorios, tickets, billetes de autobús y metro... De cada objeto era capaz de extraer un recuerdo, aunque ese objeto fuera un paquete de tabaco vacío con una firma estampada en el dorso.

- Si tenía ganas de estornudar, comenzaba a olisquear el aire como un cachorrillo en busca de una golosina que le ofrece su dueño. De repente, paraba en una posición concreta, su naríz apuntando al sol. Y después de estar durante unos segundos con los ojos guiñados a consecuencia de la luz que estaban recibiendo sin miramientos, estornudaba. Tres veces seguidas. A veces cuatro.

- Cuando entraba en un vagón de metro o de tren, solía inspeccionar a la gente que había a su alrededor. Pero no se fijaba en la ropa, ni los zapatos, ni en los bolsos. Nisiquiera prestaba atención a las caras. Sus ojos se clavaban en las lecturas de la gente, y sus oídos sintonizaban la música de aquellos que se sentaban cerca. Si topaba con algo que le gustara, o con alguien leyendo entusiasmada un libro que ella había leído, sonreía. Si escuchaba una música agradable, intentaba agudizar el oído todo lo que pudiera. Pero si alguien la obligaba a escuchar algo que no le gustaba nada, intentaba fulminarlo con la mirada. Bueno, solo sus zapatos. Al resto no se atrevía.

He decidido no pasar esta cadena. Me gusta descubrir las manías de la gente por mí misma, porque significa que la persona te ha dejado que las vieras.

You are nothing but a pack of cards!. (Alice In Wonderland. Lewis Carroll).

You are nothing but a pack of cards!. (Alice In Wonderland. Lewis Carroll).

...Así seguíamos caminando entre uno de esos silencios que nos llenan los oídos y los esqueletos de las casas, que nos miraban intentando aterrorizarnos y solo conseguían dar lástima. Parecían castillos de naipes, torcidos, inclinados. Cartas que han perdido su palo. Casi podía ver como se tambaleaban.

Entonces miré a mi alrededor. A esa inmensidad que se extendía hacia todo. Ese sitio era la nada. No tenía nombre ni ser, antes de la llegada de los ladrillos.

La nada, que ahora estaba llena de castillos de naipes.

Secretos y vísceras.

Secretos y vísceras.

-...Es fácil de entender.- Dijo pausando las palabras. El chico lo miraba sabiendo que iba a comenzar a decir algo que debía escuchar con atención. Toda la sala se difuminó poco a poco hasta que comenzó a borrarse. Se diluía como si en un mural recien pintado que aún no ha endurecido sus trazos para hacerlos perpétuos, se lanzara un cubo de agua caliente. Las paredes, las lámparas, las mesas y las cortinas, se convirtieron en lágrimas que primero perdían el color, y después hacían invisible su propia transparencia.

-Es muy fácil- repitió- El corazón guardían de sentimientos, no puede ser más que un invento femenino. El alma es, por definición, algo masculino. Recuerda que durante mucho tiempo, las mujeres no tuvieron alma. Se les negó la posesión de un algo al que poder culpar o agradecer esas cosas que nos revuelven el estómago o congelan nuestra garganta. Y eso es una necesidad, aunque algunas veces nos empeñemos en negarlo. Así que buscaron en su cuerpo (¿para qué ir más lejos?) algo en lo que poder descansar esa pesada carga. Por encima de sus vientres, por encima de sus senos, encontraron algo que las remitía al origen de toda vida. Al cerrar los ojos, descubrieron el tam-tam del que ya habían olvidado hasta donde se extendía su recuerdo. Y allí posaron sus vidas.

El chico observaba perplejo la servilleta doblada frente a él. Escuchaba los murmullos de las otras mesas. Alguien reía de una manera escandalosa y desagradable. El agrio chirrido de sus carcajadas colapsaba por completo sus oídos y hacía que se le erizara el vello de los brazos.

- El alma encierra todo eso que normalmente nos da miedo descubrir. Se encuentra en un lugar demasiado profundo, demasiado encerrado, así que a veces los hombres mueren sin haber conocido su propio alma. Quizá sea mejor así, no siempre es agradable lo que nos aguarda allá, al fondo. Enfrentarnos a nuestro alma, no es el final del camino, como piensan muchos. Ahí comienza algo de lo que ya no podremos separarnos nunca.

Los ojos del jóven toparon con los de aquel hombre del que ahora mismo no reconocía el rostro. La perplejidad que mostraba su ceño fruncido divirtió al que acaba de callar para tomar un sorbo del agua que esperaba en la jarra. Tenía una tonalidad un tanto azul, que nadie había percibido. Lentamente, pudo reunir la suficiente fuerza y coraje para preguntar torpemente:

-¿y a usted quién le enseñó eso sobre el alma?

El viejo sonrió, pero tan discretamente que solo se dió cuenta el reflejo de su boca en la copa que se estaba llevando a los labios.

-Muchacho-dijo mirando más allá de las paredes, más allá de las ventanas opacas- todo eso me lo enseñó una mujer, mucho antes de que yo viera la luz.