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Frustarado. Memorias de un paraguas transilvano.

El Baúl.

...

    Nunca olvidará aquella imagen porque recurría a ella una y otra vez obligándose a sentir demasiadas contradicciones en unos pocos segundos.

    El olor a cloro se extendía por todas las instalaciones, y allí se mezclaba con el de la goma quemada de las ruedas gastadas sobre el asfalto. El calor era casi insoportable, pero en aquel pequeño oasis de hierba seca que arañaba los pies descalzos, la sombra se extendía tan oscura como su recuerdo. Los gritos y risas en forma de acompañamiento musical llegaban a sus oídos acorchados, como escondidos bajo una almohada. Sonidos que buscaría con ansia a lo largo de toda su vida en las playas y piscinas que visitó.

    La zona de juegos se llenaba de carcajadas a media luz. Menos histéricas y más comedidas que las que proporciona el agua. Los chirridos y gemidos de los columpios, que habían aprendido, después de tantos años, a coordinarse y modulars para que el soniquete resultara hipnótico y ensoñador.

    Y vio la sangre. Y el bañador negro de su madre. Y la sangre en las piernas de su madre que corrían torpes y torcidas. Y la sangre en las manos de su madre. Y la niña en los brazos de su madre, coloreada de un rojo que se escurría y teñía la hierba marrón.

    Dejó de percibir nada excepto los gritos. Lamentos que salían de su garganta con una fuerza estremecedora, pero su cuerpo parecía muerto, sostenido por unos brazos de los que ella se creía dueña. Y la mueca de su madre, desencajada la faz, cristalinos los ojos, perdida como nunca la había visto perderse, rogando hasta con cada estremecimiento, una ayuda que parecía no llegar nunca.

    Y el miedo paralizador dejó paso a los celos. Celos de la sangre ajena que chorreaba por su madre y le provocaba un dolor intruso casi palpable. Celos del cuerpo menudo, desmayado, que vociferaba y gritaba llamando a su propia madre y odiando a la postiza. Celos de cada gota brillante bermellón rabioso, que siguió hasta llegar a la enfermería, donde encontró el bañador negro conteniendo el cuerpo tembloroso de una madre a la que no reconocía. Y se dio la vuelta y la abrazó, todavía con el olor metálico impregnado en la lycra, casi hasta hacerla daño.

    Y entonces dejó de sentir celos.

    Para volver a sentir miedo.

Previsualizando

quépasaríasitodavíaseacordaranelunodelotro

sicadadíadedicaranunmínimolapsodetiempoapensarse

sihubieranreconocidoquenoerasoloalgolúdico

yhubieranapostadosinmiedoaperderunaidentidadqueenrealidadningunodelosdosposeía

sidejandolacobardíaaunladosehubierandecididoausarpalabrasenprincipioprohibidas

únicamenteparadenominar

nuncaparadescribir

quepasaríasiyanosabíansiseimaginabanoimaginabansurecuerdo

 

 

¿Qué pasaría?

¡Soy el quinto Beatle!

 

Pero armada con guantes de goma.

 

Decidido: es la mejor música para limpiar la cocina.

Soñando.

 I don’t want to be a Muse anymore she cried, throwing his papers to him It is so passive! What is a muse without a creator?

He looked up and said:

 The same as a creator without a Muse.

Le gustaba inventar nuevos lenguajes.

            Le gustaba inventar nuevos lenguajes porque a veces se cansaba de los que ya conocía. Tan ajados y deshilachados, a menudo perdían la esencia de lo que querían decir, y como habían sido tan usados, llevaban una información añadida, una suciedad adquirida al igual que las monedas que pasan de mano en mano en un mercado.

 

            Su favorito para los recuerdos era el lenguaje de los olores. Si a un grupo de fonemas se le podía asignar una idea, ella se deleitaba en asignarle recuerdos a los aromas con los que de repente se topaba.

 

            Así, la antigua casa de sus tíos paternos era el olor del queso curado y los productos de  matanza en la cocina, mezclado con el azúcar que se despegaba de la pegajosa capa de miel y aceite de aquellos dulces que le ofrecían sonriendo. De su tía materna en el pueblo manchego, el olor al humo de la estufa pegado en las cortinas, en el barniz de las sillas y en las faldillas de la mesa. La familia de la capital, era olor a cerrado, a afinación, a rancio y tubería vieja. Si pensaba en Zaragoza, eran los efluvios de cera para el suelo de madera y ambientadores de fresa los que la recibían y para Huesca quedaba reservada la humedad que desprendía el yeso, los churros por la mañana, el maíz seco del almacén o el aroma de las medias noches en el armario de la despensa.

 

            Éste último llegaba a ella acompañado de un sonido, el de la puerta al abrirse y cerrarse furtivamente durante las largas noches de verano, las risas infantiles y los susurros ahogados sobre pies descalzos. Y así es como se sentía en el súpermercado, con los inocentes bollos intentando proporcionarle recuerdos a través del plástico de la bolsa crujiendo entre sus manos.

 

            Y decidió hacer más rico su lenguaje. Y se puso a repasar los sonidos que podía asignarle a cada olor recordado.

        

Irreflexión.

Me gusta observar a la gente mientras desayuna. Normalmente ingieren cosas de dudosa calidad, de esas que saben bien, pero no alimentan. Y cada vez más gente, se suma al consumo de unos productos que ni siquiera saborean. Se limitan a engullirlos distraídamente sin prestarles ninguna atención. No les culpo. Cuando he olvidado mi desayuno en casa y he optado por estos tentempiés me he dado cuenta de que algunos son insípidos y otros realmente saben mal. Cerrar los ojos y tragar es una alternativa. La otra es quedarte en ayunas.

De vez en cuando, descubres a alguien con un manjar entre las manos. Y es con esas personas con las que más disfruto en mi acto furtivo de observación y espionaje. Saborean pausadamente, paladeando cada miga, mostrando en sus ojos y en algún gesto espontáneo, el placer que está obteniendo de esta ingesta matutina. La primera del día, después de una noche de dieta consentida.

Reconozco que a veces, sin ser vista (o quizá sí, quién sabe) me he aprovechado de estos desayunos ajenos. La mayoría de las veces sólo he acertado a captar el aroma, de lejos. En contadas ocasiones, y sospecho que gracias al consentimiento tácito del anfitrión, he podido degustar una pequeña parte, mínima, ínfima, pero muy reconfortante, aunque una mera limosna para un paladar inquieto.

Palabras.

Palabras.

En realidad hay palabras completamente vacías de significado. Hola, buenos días, hasta luego, adiós, buenas noches….solo sirven para relacionarnos entre nosotros como especie gregaria. Un bote y una chispa que desaturden la corriente de su pensamiento. No puede ser cierta esa gran contradicción. ¿Vacías de contenido si tienen un fin tan importante? Decir hola es decir estoy en el mundo, soy como tú, en algún momento compartimos un tiempo de nuestra existencia y lo gastamos o malgastamos juntos, te recuerdo, formaste parte de una mínima porción del tiempo que me ha sido asignado para ser, te reconozco, el hilo que nos unió no se ha roto todavía. Buenos días, mirarte a los ojos y esperar una sonrisa, intentar adivinar si has dormido poco o que hiciste el tiempo que estuvimos separados, si te quemaste con el agua caliente de la ducha (como yo) o has desayunado (al contrario que yo), hasta luego como la demostración de continuidad en nuestras vidas, un luego que nunca se sabe cuando ocurrirá. Buenas noches, me separo de ti para caer en la inconsciencia del mundo paralelo en el que somos pero no somos, pero espero encontrarte mañana o pasado, o dentro de muchos años, tal y como te recordaba antes de despedirnos sin la luz del sol que nos alumbraba.

¿Vacías de significado? Hola, buenos días, buenas tardes, buenas noches, hasta luego, adios.

...

...

Fumaba sola, en la oscuridad quebrada por la luz que se filtraba a través de las tablillas de la persiana de madera.

Al expulsar el humo sobre el cigarro, éste respondía con una incandescencia aún mayor. A su alrededor se creaba un halo naranja, que se difuminaba mientras intentaba alcanzar todo lo que había a su alrededor. Pero solo abarcaba unos cuantos milímetros.

El cigarro se quemaba sin arder. Es lo único que hacía, consumirse poco a poco sin haber conseguido nunca explotar en una llama, o una chispa siquiera.

Al niño que nunca sabrá de mi existencia.

Al niño que nunca sabrá de mi existencia.

El pequeño Óscar normalmente jugaba con su hermano. Su hermano era mayor que él, y Óscar se divertía sólo un rato, porque luego, enseguida, su hermano intentaba chincharle. Y lo conseguía. Le tiraba el balón a mala idea solo para hacerle daño, le quitaba la lata a la que ambos daban patadas y no se la dejaba tocar, corría tras él dándole capones o lo perseguía hasta arrebatarle el patinete en el que se deslizaba. Así que Óscar gritaba, se enrabietaba, lloraba mientras insultaba a su hermano y lo perseguía para poder darle un buen pellizco, pero nunca lo lograba, con lo que se enfadaba aún más, y se ponía a chillar bien fuerte, hasta que su padre asomaba la cabeza y los castigaba a los dos a sentarse quietos y sin mirarse. Pero ni aún así podía Óscar estar tranquilo. Su hermano se las apañaba para hacerle burla, contarle mentiras que lo asustaban o darle patadas por debajo de la mesa.

Hoy, el pequeño Óscar jugaba sin su hermano en el parque. Como disponía de toda la plaza para él sólo, no dudó ni un segundo en recorrerla a saltos. Comenzó a jugar un partido de fútbol con un balón imaginario hasta que se cansó. Luego decidió escapar de lo que parecía una gran fortaleza llena de malvados seres que pretendían atraparlo. Saltaba, gritaba, lanzaba patadas al aire y a veces caía bajo el peso de cinco o seis contrincantes que aún así no podían con él. Corría de arriba a abajo, se subía a los bancos y se lanzaba con los brazos extendidos, daba vueltas y vueltas en la farola. Paraba un poco para recuperar el aliento y tenía una pequeña conversación en voz alta (ante la mirada extrañada de los que pasaban por allí, que medio ciegos, no veían ni fortaleza ni villanos ni nada de nada). A veces reía, a veces gritaba, y cuando recibía un golpe, se recuperaba enseguida y reanudaba con más ahínco su misión (que a estas alturas no tenía muy clara).

Al fín, consiguió salir, saltando un enorme foso infestado de cocodrilos y pirañas, y se dejó caer, extenuado, en la fría plaqueta de la plaza. Y sonreía. Y luego comenzó a reírse a carcajadas, porque ese día, el pequeño Óscar, de cinco años, había vencido a su hermano.

...

... "Nuestra vida es corta. Se puede decir que tenemos un tiempo finito para leer. Así que no podemos abarcarlo todo. Sed muy selectivos, porque no estamos para perder el tiempo".

Esas palabras retumbaron en su cabeza durante mucho tiempo. Si quería dedicarse a escribir, tenía que hacerlo bien. Odiaría pensar que alguien ha sentido que por su culpa, ha estado perdiendo el tiempo. Quería ser uno de los elegidos.

Puso todo su empeño. Devoraba la realidad a cada paso, para exprimirla y convertirla en aquello que necesitaba. Su cabeza se llenó de historias inconclusas que guardaba en un rincón por si podían servirle para algo en algún momento.

Gritaba de ira cuando sus personajes se rebelaban en su contra, lo miraban con indiferencia y decidían convertirse en seres convencionales. Pese a sentir tentaciones, nunca pudo  matar a ninguno de estos rebeldes sedentarios, que se acomodaban a esperar, como hacía el resto del mundo.

No dormía, casi no comía, apuntaba cada amanecer, cada atarder, cada lluvia y cada noche de tormenta. Llegó a llorar de rabia sobre el papel, y llenarlo de gotas rojas, al sangrar sus dedos contra un lápiz afilado.

Hoy es uno de los grandes. Sus personajes han sido imitados, odiados, admirados, desdeñados, empujados al vacío y reescritos. Su obra es estudiada por niños, universitarios y ancianos. No hay nadie, y cuando digo nadie, es lo que quiero decir, NADIE, que no haya escuchado, al menos una vez en su vida, su nombre.

Y él murió amargo, pensando que no lo había conseguido.

You are nothing but a pack of cards!. (Alice In Wonderland. Lewis Carroll).

You are nothing but a pack of cards!. (Alice In Wonderland. Lewis Carroll). ...Así seguíamos caminando entre uno de esos silencios que nos llenan los oídos y los esqueletos de las casas, que nos miraban intentando aterrorizarnos y solo conseguían dar lástima. Parecían castillos de naipes, torcidos, inclinados. Cartas que han perdido su palo. Casi podía ver como se tambaleaban.

Entonces miré a mi alrededor. A esa inmensidad que se extendía hacia todo. Ese sitio era la nada. No tenía nombre ni ser, antes de la llegada de los ladrillos.

La nada, que ahora estaba llena de castillos de naipes.

Secretos y vísceras.

Secretos y vísceras. -...Es fácil de entender.- Dijo pausando las palabras. El chico lo miraba sabiendo que iba a comenzar a decir algo que debía escuchar con atención. Toda la sala se difuminó poco a poco hasta que comenzó a borrarse. Se diluía como si en un mural recien pintado que aún no ha endurecido sus trazos para hacerlos perpétuos, se lanzara un cubo de agua caliente. Las paredes, las lámparas, las mesas y las cortinas, se convirtieron en lágrimas que primero perdían el color, y después hacían invisible su propia transparencia.

-Es muy fácil- repitió- El corazón guardían de sentimientos, no puede ser más que un invento femenino. El alma es, por definición, algo masculino. Recuerda que durante mucho tiempo, las mujeres no tuvieron alma. Se les negó la posesión de un algo al que poder culpar o agradecer esas cosas que nos revuelven el estómago o congelan nuestra garganta. Y eso es una necesidad, aunque algunas veces nos empeñemos en negarlo. Así que buscaron en su cuerpo (¿para qué ir más lejos?) algo en lo que poder descansar esa pesada carga. Por encima de sus vientres, por encima de sus senos, encontraron algo que las remitía al origen de toda vida. Al cerrar los ojos, descubrieron el tam-tam del que ya habían olvidado hasta donde se extendía su recuerdo. Y allí posaron sus vidas.

El chico observaba perplejo la servilleta doblada frente a él. Escuchaba los murmullos de las otras mesas. Alguien reía de una manera escandalosa y desagradable. El agrio chirrido de sus carcajadas colapsaba por completo sus oídos y hacía que se le erizara el vello de los brazos.

- El alma encierra todo eso que normalmente nos da miedo descubrir. Se encuentra en un lugar demasiado profundo, demasiado encerrado, así que a veces los hombres mueren sin haber conocido su propio alma. Quizá sea mejor así, no siempre es agradable lo que nos aguarda allá, al fondo. Enfrentarnos a nuestro alma, no es el final del camino, como piensan muchos. Ahí comienza algo de lo que ya no podremos separarnos nunca.

Los ojos del jóven toparon con los de aquel hombre del que ahora mismo no reconocía el rostro. La perplejidad que mostraba su ceño fruncido divirtió al que acaba de callar para tomar un sorbo del agua que esperaba en la jarra. Tenía una tonalidad un tanto azul, que nadie había percibido. Lentamente, pudo reunir la suficiente fuerza y coraje para preguntar torpemente:

-¿y a usted quién le enseñó eso sobre el alma?

El viejo sonrió, pero tan discretamente que solo se dió cuenta el reflejo de su boca en la copa que se estaba llevando a los labios.

-Muchacho-dijo mirando más allá de las paredes, más allá de las ventanas opacas- todo eso me lo enseñó una mujer, mucho antes de que yo viera la luz.

HADA.

HADA.

Podía ver su perfil, que me atrapó al primer vistazo.

Su nuca, que podía verse gracias a que su corte de pelo (azabache al que las luces arrancaban destellos) la dejaba libre y al descubierto, tenía la delicadeza que muestran las muñecas de porcelana. Su nariz era respingona y apuntaba ligeramente hacia el cielo, pero de una manera tímida. Sus labios dejaban asomar de una manera vergonzosa una media sonrisa que debía estar enlazada con la corriente de pensamientos que bailaban en su cabeza.

Y luego, topé con sus ojos. Enmarcados por unas pestañas largas y oscuras, que custodiaban un iris también oscuro, brillante, con toda la intensidad que los niños muestran al mirar. Y así miraba ella.

“Es un hada” pensé. Y en ese momento lo olvidé todo menos su rostro. La habitación, los anuncios pegados a las paredes, las demás personas…y también la silla de ruedas, sus manos agarrotadas como garfios reposando en su regazo y sus piernas inmóviles.

Hojas.

Hojas.

El día era blanco. Y gris. Pero el gris siempre estaba presente, así que tenía la cualidad de ser obviable y obviado.

Sujetaba el bastón entre sus manos, o quizá era el bastón el que sostenía.

La calle se encontraba llena de soledad y luz tamizada, arrojada con capricho para conceder un deseo. Y él seguía mirando, sin placer ni anhelo.

Se levantó un suave viento que agitó la ropa tendida de las cuerdas que decoraban las terrazas como guirnaldas de colores. Y cuando llegó al árbol, una lluvia de hojas salió despedida, como confeti de una fiesta. Hacían un ruido sordo, de rasgar de mil enaguas, de aplausos en un teatro, de papel de caramelo retorcido con intención musical.

Contempló maravillado el espectáculo. Recordó el colegio. Recordó los ciclos a los que el planeta está sujeto. Recordó sus clases de biología. Y siguió mirando la danza rojiza que se desarrollaba ante sus ojos.

Entonces se preguntó a qué había dedicado su vida.

Título Falso: Falsa Historia.

Ya le habían hablado de él. Así que no le sorprendió cuando, como hacía siempre, se coló en el baile a escondidas y se lo encontró allí. Sus amigas lo miraban con desconfianza. La mujer del estanquero les había confesado entre nerviosa y abrumada, que cuando fueron presentados, le había besado la mano.

Sentadas alrededor de una mesa pequeña, charlaban animadas sin descuidar nunca el reloj, el enorme reloj de pared, que como siempre, con oronda redondez y burlón soniquete de tuercas y tornillos, anunciaría la hora en la que deberían marcharse, para que en sus casas nadie sospechara de dónde gastaban sus tardes.

Él se acercó con paso decidido, pero sin la ansiedad que solía mostrar el resto del mundo en situaciones similares, casi como si se estuviera esperando su llegada desde muchos años atrás. Amablemente, inclinándose suavemente hacia delante, pidió permiso para hacer compañía al grupo de muchachas. Sin mediar palabra, todas se corrieron un puesto alrededor de aquella mesa, y un sitio quedó libre para que él pudiera sentarse.

Lucia lo miró con curiosidad, pero sin descaro. Él rechazó la falsa modestia de la que debería hacer alarde alguien que pudo ser llamado ilustre, pero al que el azar de la caprichosa sucesión le había arrebatado un título, que en realidad nunca echó de menos. Comenzó a silabear aquellos trazos de su vida que podían crear un boceto de su persona, y pese a no renunciar nunca a la corrección que le habían marcado a fuego, mucho más allá de la piel, no había alarde en sus palabras.

Su historia, como él mismo reconocía, no tenía nada de especial. Era una copia exacta de otras vidas ya vividas por gente como él, mucho antes. Una burda repetición, que ni siquiera era original. Palabras fetiche que hicieron compañía a muchos otros, antes que a él: Juego, amigos y alcohol. Y por esta última brindó levantando su copa.

Allí llegó en busca de un pasado sin el cual podía perfectamente continuar, pero al que quería rendir homenaje, como último acto de valentía en su vida, emulando burdamente a aquellos a los que se llamaba “hombres”.

Entonces, Lucía, llevada por la infinita compasión que aquel ser le había arrancado de algún sitio escondido, que ni ella misma sabía que tenía dentro de sí, se permitió advertirle sobre aquellos de los que él se hacía acompañar en sus salidas nocturnas, paseos y almuerzos. No era buena gente el marinero. Ni tampoco el estanquero.

-Se creen que me engañan, Lucía- dijo profundamente conmovido.- Se creen que me engañan. Pero no pueden. Nadie puede. Nadie conseguiría engañarme más de lo que ya estoy.

Y Lucía contemplaba aquellos ojos de vidrio, esperando ver más allá de la tristeza que reflejaban, un ápice de calor que le dijera que estaba vivo.

-Señorita – pronuncio nada más había agotado el aliento de su última afirmación - ¿Puedo cogerla de la mano?

- No – dijo secamente Lucía.

- Lo imaginaba – y en sus ojos, al fín, una chispa – Pero tenía que intentarlo.

...

...

- Mira- le dijo una a la otra, clavándole el codo en las costillas animosamente- Esa chica camina con los ojos cerrados.

tran tran, tran tran.

- Esa chica está soñando- le contesta la otra a la una- Todavía sueña, y tiene miedo de despertarse al abrir los ojos.

tran tran, tran tran.

-¿tú crees?

- Puedo asegurarlo.

Próxima estación ....

17 años y un Iceberg.

17 años y un Iceberg. Camino despacio mirando a mis pies avanzar a través del polvo del camino. Un polvo fino, casi invisible, como una niebla que se levanta en loca danza al más mínimo roce de mi zapato.

Mis piernas obedecen a una fuerza que de repente no sé de dónde ha salido. Quizá es eso a lo que llaman instinto. Avanzan mecánicamente, primero una, luego la otra, sin perder el ritmo, como en ensayada marcha, y las huellas de mi caminar quedan atrás esperando que algún loco destino se aventura a seguirlas y encontrarme.

Hace calor. Un fuego que abrasa, sin proponérselo, algo más que mi carne. Penetra hasta el más recóndito lugar de mi ser, suponinedo que yo siga aún siendo ser. Calma. Ya no tengo calor, puede que incluso esté expulsando vapor por cada uno de los poros de mi piel, pero nisiquiera eso sé.

Al fondo, (del camino, de la senda, del viaje...¿quién puede saberlo?) veo una figura que avanza hacia mí. Me detengo ante él a solo unos metros de distancia. Me mira con extrañeza. Me detengo ante él a solo unos metros de distancia. Me mira con extrañeza. Levanto una mano para saludar y él levanta la mano a su vez. Sonrío y me sonríe.

Doy un paso al frente (uno de esos pasos que en ocasiones suelen ser decisivos) y él también avanza, con la misma seguridad o inseguridad que yo.

Y es entonces cuando me doy cuenta de que está delante de mí, no es otro sino yo. No hay espejos, ni superficie pulida alguna en la que pueda reflejarme. De repente, ese otro yo, toma vida y me sonríe. Se desvanece poco a poco.

Giro la cabeza y miro entorno a mí. Todo es verde. Verde chillón, verde limón, verde acuoso, verde intenso, verde botella, verde aceituna, verde y más verde.

Escucho un llanto,una risa, un susurro, un gemido... y siento que alguien me invita a darme la vuelta.

Quedo envuelto en una neblina espesa, color humo, olor agrio, sabor amargo (o puede que sea color agrio, sabor humo, olor amargo) Y la sensación de que todo es verde todavía sigue apostada en mi cabeza.

No temas, ya me conoces. No es una voz lo que he escuchado. Es algo que retumba de dentro hacia afuera. Puedo sentir su vibrar desde la punta de mis dedos extendiéndose por cada uno de mis abellos. No sé que decir, y las palabras se qeudan a la mitad del camino entre mi mente y mi boca. No digas nada. Quién eres, logro preguntar. Pero no han sido mis labios los autores de la pregunta. Ya me conoces. Y no interrumpo.

He nacido contigo, dormida al principio. Más tarde las voces de los otros se encargan de despertarme. Cuanto más tiempo pasa, más grande me hago dentro de tí y también a tu alrededor. Puedo ser algo pasajero, divertido, amargo, puedo incluso ser algo dañino y pasado (que es cuando peor me porto). Cambio de forma constantemente, o eso dicen. Puedo instalarme en otro ser, aunque a tí te pertenezca siempre. Suele venir acompañada de otros, que me apartan de tu lado para calamarte. Otros a los que no conoces, o quizá ya has conocido. Otros que llegan para que tú no te acuerdes de mí.

Mis ojos intentan abrirse, pero se cierran. Mis brazos comienzan a pesar, al igual que mis piernas que como plomo, parece que piden a gritos tomar tierra y descansar.

Se dice de mí que en ocasiones hago falta. Muchos de tus actos primero me piden permiso. No le hagas caso a nadie. Para decir algo sincero, diré que no soy ni el bien ni el mal. Soy diferente para cada ser y para cada instante, pero no soy como los demás. Aprendes a crearme, a darme forma, aunque tú no lo sepas. Te enfrentas a mí, y yo lato más fuerte en tu interior. Nunca podrás vencerme, porque si lo hicieras, te vencerías a tí mismo. Al dar un paso al frente, me llamaste para vencerme y desapareciste en un borrón.

Soy la Vergüenza, y la Vergüenza no es más que tú mismo, más real que tú, ese tú escondido que pugna por salir y al que no le es permitido hacerlo. Cuánto más luchdes en mi contra, más hacia el fondo enviarás a ese tú auténtico, y más raices creará en tu interior. Una vez que has nacido, nadie es capaz de hacerme desaparecer.

Dejo de vibrar. Ya no huele agrio, ni sabe amargo, pero mis ojos apretados ven verde en la oscuridad. Quizá se haya ido, pienso. Me doy cuenta de que sigue conmigo y que nunca marchará. Me incorporo y es entonces cuando noto que estoy llorando como un niño, que llevo llorando todo el camino.

En aquel lugar.

El silencio se pegaba a todos los rincones. A cada ladrillo, cada piedra, cada puerta. Las estrechas aceras, en las que no cabía un persona de canto, estaban mojadas porque la niebla se había parado a descansar en ellas durante su inquietante ir y venir. Las trémulas luces que hacían un amago de iluminar la negrura que se cernía a lo largo de las calles, no hacían sino oscurecerlo todo aún más.

En la cerca de Ramón "el lenteja" había reunido un pequeño grupo de amigos. Hacían piña en torno a una vieja estufa de latón, que emitiendo más humo que calor, conseguía al menos que la botella no se les acabara demasiado pronto.

Algunas parejas comenzaron a salir. Cruzaban a oscuras el pequeño corral, esquivando los tímidos charcos, que ensayaban fiereza sin conseguirlo. Cerraron la puerta, golpeándola fuertemente contra su estructura de metal. Pero la puerta no se cerró, solo quedó entornada. Se escucharon los coches de los que habían abandonado la reunión, alejándose, escupiendo toses el tubo de escape.

Alguien protestó porque la puerta permanecía abierta. Soledad salió a cerrarla, acompañada de Rosario y Angelines. Las tres probaron por turnos, empujando con todas sus fuerzas el frío metal,  sin conseguir que las piezas encajaran. El resto las miraba desde dentro, riéndo, haciéndo comentarios, profiriendo cariñosos insultos que las muchachas contestaban entre golpe y golpe.

La Manuela se levantó de un salto. Cruzó con grandes zancadas el tramo de corral que la separaba de la puerta, enturbiando el brillo de la luna que se reflejaba en los charquitos, al pisarlos con sus botas. Sin frenar su avance, lanzó la pierna derecha en un perfecto y seco movimiento. De una patada cerró la puerta que quedó temblando y emitiendo un ligero sonido agudo, como de de protesta.

Angelillo miraba la escena a través de la sucia ventana. Le clavó el codo en las costillas a Salus, que casi dormitaba envuelto los arruyos combinados de la ginebra y la estufa de latón. Angelillo escuchó el golpe del portón al cerrarse y le dijo a Salus: "Claro, es que la Manuela es de pueblo". Y las carcajadas llenaron la habitación.

Un Cuento.

Un Cuento.

"Las dos chicas caminaban algo más despacio que el resto de personas a su alrededor.

La chica del paraguas observaba la sombra de la que iba detrás de ella. Tenía frío, y la mano con la que sujetaba el mango del pequeño toldo en forma de champiñón, empezaba a escocer al recibir el aire helado sin ningún tipo de protección. La sombra que observaba no tenía paraguas. Llevaba un abrigo largo y caminaba encogida, como si alzando los hombrios las gotas que le caían encima mojaran menos.

La chica del abrigo largo intentaba no arrastrar demasiado los pies, porque los bajos de sus pantalones estaban completamente empapados. Caminaba al mismo ritmo que una chica menuda que portaba un paraguas casi diminuto. Algo más de lo que ella tenía, pero apenas nada. Se mantenía unos pasos rezagada, pero la sensación de compañía se hacía patente con sorprendente facilidad, y aunque debería asombrase, no lo hizo.

Entonces la chica del paraguas comenzó a tararear una canción. Apoyando el minúsculo hongo impermeable sobre su hombro derecho, apenas lanzó cuatro palabras al aire. La chica del abrigo largo, reconoció aquellas cuatro sonidos, e instintivamente continuó con otros cuatro. La portadora del paraguas se giró y sonrió mientras seguía tarareando. Se acercó a la chica del abrigo largo que también cantaba y la cubrió con su paraguas, que ahora parecía más grande. "Yo solo te puedo ofrecer una melodía", le dijo la chica del abrigo mientras sujetaba el paraguas, y 
la recién liberada guardaba su mano en el bolsillo. Y se alejaron caminando juntas..."

-¿De verdad?

-No, en realidad ni se miraron.

En unos ojos.

En unos ojos. Cuando era jovencita y comenzó a tener recuerdos, los comentaba con todas su amigas, a las que estaba casi literalmente unida. Todas muy juntas, apretujadas, lisitas y tersas.

Llegó el día en el que le explicaron cuál era su cometido y se enfrentó a ello con valor y resistencia. Sería la mejor. Así que cuando se hinchó y triplicó su tamaño, casi ni le importó. Al desinflarse, notó que estaba llena de arrugas, como el resto de sus compañeras, entre las que encontró alguna vieja amiga, de esas con las que había compartido el privilegio de ser siamesa.

Su nuevo alojamiento era mucho más incómodo que el anterior, pero podía compartir recuerdos y experiencias. Conoció las direfencias, las clases, se sintió despreciada a veces, otras veces superior.

Allí descubrió que su final sería el de amontonarse, medio hinchada y fétida, con el resto de sus congéneres, esperar a una putefracción lenta e imparable. Con un poco de suerte, la quemarían, y se consumiría poco a poco hasta quedarse en una porción de la nada retorcida y endurecida. Así que cada vez que veía la luz, se plegaba sobre sí misma, intentaba esconderse, hubiera temblado de haber podido.

Pero un día ocurrió algo que nunca llegó a entender. Y comenzó a flotar, y subió y subió y subió...y giró mil veces y otras mil veces más. Y se reía, y subía más alto, y sus arrugas ahora, no tenían importancia. Y así, casi transparente, volando enloquecida, notó que los ojos de un niño la estaban mirando.