Blogia
Frustarado. Memorias de un paraguas transilvano.

El Baúl.

Bruno Dhampiro

Bruno Dhampiro

La primera vez que supe de esta novela, todavía no tenía título. Para mí no era más que un proyecto que se estaba llevando a cabo con muchísima ilusión, y al que le estaban dando los últimos retoques para que pudiéramos disfrutar de él. La verdad, es que en aquel momento no pude imaginarme a mí misma leyéndola, y creo que por los nervios que mostraba el día de la presentación, la autora tampoco. Rosa Gil tiene muchas virtudes, entre ellas la de ofrecerte una sonrisa sincera, pese a que la última vez que compartimos una caña fuera mucho tiempo atrás. El ser una de las más grandes conocedoras de cómics, literatura fantástica y libros para niños con la que me he topado nunca, es otra. Quizá por eso no me sorprendió que se lanzara a escribir un libro de aventuras...un libro ¡de vampiros!. Rosa cuenta que siempre han sido sus monstruos favoritos, porque eran inteligentes y complejos, y que desde que soñó que salía volando tras una persecución, no paró hasta tener terminado Bruno Dhampiro, la historia de un niño muy peculiar.

Esta novela no es para los seguidores de Harry Potter (que también), sino para todos aquellos que quieran disfrutar tanto como lo estoy haciendo yo ahora mismo. Enfrascarse en un libro de aventuras en el que el misterio de capítulo a capítulo consigue que te fastidie tener que dejar de leer (porque, sí, es triste, pero hay más cosas que necesitamos hacer para seguir vivos), es algo que hacía mucho tiempo que no me pasaba. Y lo más importante, la impagable sensación de tener un nuevo amigo. Un amigo que se llama Bruno y es muy especial.

 

Puedes encontrarla en La Casa del Libro y otras muchas más librerías.

 

Resumen

 

Me gusta mi lado urbano, ese que disfruta tanto mirando las luces de las farolas en verano y como se difuminan en invierno. También se lo pasa pipa con los olores de la ciudad, que no son tan malos como se piensa: Huele a comidas de muchos mundos, metal, tierra caliente y café. La mezcla no está nada mal.

 

Waking Up In The City

Waking up in the city
What are we gonna do
Take a picnic to the park
Sing songs about the moon
I will bring the frisbee
I will bring the dog
We’ll frolic in the pesticided grass beneath the smog
Don’t gotta worry ’bout bee stings
Don’t gotta worry ’bout ants
Now’s the time to take off our shoes
And dance that cartoon dance
In the afternoon time
We will stroll downtown
Past messengers on bicycles
And men dressed up in gowns
If we should get tired, let’s just take the bus
I hope that it’s not crowded so we can sit up front
I can’t even see them scrape the sky
Blurring the fashions whizzing by

Sun goes down in the evening
Lights start flashing on
The city swells with energy
The nightlife has begun
Kustle and bustle
So many sites to see
Endless excitement
Keeps me up ’till three
Don’t wanna go to the movies
Who wants to sit inside
I didn’t get on the guest list
Don’t want to wait in line

Let’s go eat pierogis at my favorite cafe
The waitreses are grumpy and
Their English ain’t so great
We’ll talk ourselves in circles
Til the pancakes are all gone
Today’s become tomorrow
I can see the pink of dawn
Oh, I’m getting tired, I’m oh so tired
I think it’s time to retire
Time for bed
To rest my sleepy head

 

 

Aquí la tienes por si quieres escucharla.

(A veces, depende del explorador que uses, se esconde y nadie la ve)

 

 


 

Echo de menos la niebla por las mañanas y que los autobuses avancen sobre raíles.

(...)

(...)

Fragmento de Millenia de Manolo González. Museo de Escultura de Leganés

.

.

.

y punto

.

.



Squirrel Nut Zippers

Y es que hacía mucho tiempo que la expresión <<¡ESTO ES COJONUDO!>> no me salía tan espontáneamente al escuchar la radio.

 

 

.

 

SWING!

.

Mr. Lucky

 

 

 

 

    Siempre es bueno llevar una moneda de dos caras en el bolsillo, por si un hombre siniestro te cuenta una historia en flash-back en un viejo muelle de Nueva York.

 

    Avisados estáis. 

MAKING OFF

 

 


 

- ¡¡HAZNOS UNA FOTO!! ¡¡HAZNOS UNA FOTO!! ¡¡HAZNOS UNA FOTOOOOO!! ¡¡HAZNOS UNA FOT...!!.... ¿NoshacesunafotoporfavoryFelizNavidad?

- ¡Claro!

- ¿Y luego nos la envías por teléfono?

- (...) 

Volví allí después de 14 años y seguía oliendo igual. Miré a mi alrededor odiando estar allí, aún después de haberlo anhelado tanto. Me rompí en dos. Desapareció algo dentro de mí. Y descubres que no es el lugar, sino quién te espera cuando llegas.

 

Sin ella, aquel ya no es un lugar al que regresar.

LO PROMETIDO ES DEUDA

Regalo por mi 24 cumpleaños, y todavía duran. Da pena usarlos si no es para una ocasión especial...

 

 

Un Euro!       Un penique

See ya!

Durante un tiempo, me encontraréis en:

 

http://tffrisco.blogspot.com/


¡Nos vemos a la vuelta!

VINO Y NARANJA SOBRE FONDO EXTERIOR VERDE

 

UNA BÚSQUEDA ENTRE COLORES, PARA RECORDAR DE UN DÍA A UNA NOCHE

 

 


A veces

A veces .

Hacía mucho tiempo

Que una canción no me hacía llorar.

Faded From The Winter

daddy's ghost behind you
sleeping dog beside you
you're a poem of mystery
you're the prayer inside me

spoken words like moonlight
you're the voice that i like

needlework & seedlings
in the way you're walking
to me from the timbers
faded from the winter

 

 

(Iron & Wine - The Creek Drank the Cradle)

Apunte

<a href="http://www.zianet.com/jw_laurie/Sounds/godfathertheme.mid">Apunte</a>

Fuera.

Lo primero que noto es que me duelen los ojos. Todo está tan desierto, que la luz casi no tiene donde esconderse, ni donde refugiarse, así que rebota en la planicie que se extiende ante mí y penetra en mis ojos a modo de cascada, derramándose en mi interior.

             El edificio que se levanta a mi derecha no es tan imponente como yo sospechaba. Si me agacho puedo ver las ventanas. Mirando a través de ellas, hacia abajo, el infinito. Un infinito confeccionado por escaleras. El infinito son las escaleras. Nunca pensé que el infinito pudiera encerrarte.

             Mientras mis pies desgarran los terrones de arena secos mientras camino, me parece distinguir dos figuras al fondo. Siento miedo, pero el calor que desprende la tierra las evapora poco a poco y desaparecen ante mis ojos.

             Esto también es un infinito. Comprendo que aquí, también estoy encerrada.

             Me he perdido aquí fuera.

Dentro

Siento la llave en el bolsillo. Pesada, grande, fría. Por un momento dejo que la mirada se vuelva vacía y no veo nada, ni tampoco escucho. Luego sigo al portero, que camina delante de mí, con pasos rápidos y seguros. Sonríe y no sé por qué, pero puedo ver su sonrisa incluso a través de su cogote.

Se vuelve hacia mí y me hace un gesto con la mano que podría abarcar todo el espacio que nos rodea. “¿Ha visto?” me dice sin dejar de sonreír “Tiene que tener cuidado con no confundirse nunca de escalera, o le será realmente difícil poder llegar de nuevo a su puerta”. Yo miro mi puerta, grande, pesada, marrón. Y miro a mi alrededor. Escaleras unidas por pasarelas, puentes, más anchos y más estrechos. Gente paseando por encima de ellos, niños corriendo y riendo, empujando sus triciclos sin miedo a caer por debajo de la barandilla. Todo es blanco y azul, la luz no hace sombras en ningún rincón. No hay rincones. “Además no hay suelo” y ahora su sonrisa envuelve toda su cara. Es una sonrisa, y yo me angustio buscando sus ojos que no encuentro por ningún sitio. “En realidad sí hay, pero muy abajo” espera a que mire hacia el abismo, pero no lo hago “Tenga cuidado” repite “Si alguna vez llega al suelo, no podrá volver a subir” Miro aquellos puentes que se extienden hasta el infinito por encima de mi cabeza y bajo mis pies. En busca de ventanas. No hay. Todo es silencio. Los pasos no suenan y las puertas no dejan un eco casi perpetuo cuando se cierran.

Y de repente ocurre. No sé donde he dejado mi puerta y mi llave parece ser más pequeña que antes. Por más que busco, solo veo espirales de escalones y baldosas blancas, ángulos rectos, cristal y metal. Me he perdido aquí dentro.

Un día cualquiera.

No era ningún ritual popular, nadie se había sumado al evento como una celebración, no había canciones en honor a su llegada. Ni siquiera había alguien que esperase su retorno. Simplemente ocurría sin previo aviso, una fecha cualquiera. “Ya llegó el vencejo” decía alguien y a los pocos días (tal vez tres, o cinco) cuando su vuelo interminable cesaba para entrar en el nido, lo atrapaban con cuidado.

 

Nunca se habían parado a pensar cuánto tiempo llevaban haciéndolo. Cuándo fue la vez primera, el día que se les ocurrió atar una cinta estrecha de raso verde a las alas negras, manchadas de azul y recortadas en blanco. Tampoco recordaban las palabras que escribieron en la tela, también en tinta verde. Quizá un deseo, teniendo la certeza de que estaría mucho más tiempo en el cielo que si lo hubieran gritado.

 

El vencejo regresaba al nido todos los años con una cinta pálida como respuesta, con unas letras casi borradas, en un idioma que desconocían. Y así, se sabían en contacto con unas manos que también, por unos segundos, sostenían al pájaro, sintiendo el loco palpitar de su corazón entre los dedos.

 

Un día el vencejo no regresó. Nadie lo notó hasta que, pasado el verano, toparon con las cintas guardadas, enrolladas sobre sí mismas, tan misteriosas como el secreto que contenían.

 

Y así terminó todo. Un día cualquiera.

Saborear

    También a ella misma le sorprendía su capacidad para corretear por el pasillo de su casa estando todavía medio dormida. Incluso una vez llegó a girar y girar sobre sus pies buscando algo sin saber qué. Su afán previsor se agotaba después de preparar una cafetera la noche anterior, que la recibía con los brazos abiertos por las mañanas.

    Se animaba mientras bajaba las escaleras. Aunque tenía la certeza no estar aprendiendo nada nuevo, le gustaba ir al curso todas los días. A otro pueblo, un pueblo algo alejado. A dos transbordos en tren de distancia. Tres trenes llenos de vidas, que ella observaba cuidadosamente. Se había propuesto aumentar su galería de recuerdos y sabía que esto sería importante en algún momento.

    El pueblo los recibía con el olor agrio que llegaba desde un polígono industrial cercano. Así que todas las personas que hacían el viaje normalmente, se armaban con un pañuelo que apretaban contra su cara hasta alejarse lo suficiente de la estación de tren. Todas las personas, menos ella, que siempre lo olvidaba.

    Las horas de clase se hacían amenas viendo a su compañera chatear, leyendo el manual o sacando de quicio al profesor con más paciencia que nunca había conocido. Pero lo que de verdad deseaba cada mañana, era que llegara el descanso.

    Sus compañeros habían elegido una cafetería cercana al lugar donde se impartían las clases. Era un local moderno, con taburetes y mesas altas, pintado en tonos naranjas y amarillos y carta de cafés. Pero su pequeño grupo, decidió pasar de largo, y caminando encontraron un bar, amplio y oscuro, con muchas mesas ordenadas en fila y olor a café y serrín. Era el lugar de encuentro de amas de casa, jubilados y algún trabajador que se escapaba para tomar un café o una cerveza dependiendo de la hora. Y ahora ellos también formaban parte de esa extraña familia creada por la casualidad o la costumbre.

    Regentaba el bar un hombre de unos 70 años, que el primer día que los vio llegar se sorprendió tanto como el segundo. Cuando comprendió que tenía nuevos clientes habituales, jóvenes, que llenaban la estancia de risas y discusiones por igual, comenzó a llevarles el pedido a la mesa. Un café solo con hielo, uno con leche y una cocacola. El chico no solía pedir y cuando lo hacía también bebía cocacola. También añadía una jarra de agua con hielo y cuatro vasos, porque había notado que se reían de la chica que siempre pedía agua para acompañar. Disfrutaba como un niño gastándoles bromas o acercándose a contarle anécdotas del pequeño pueblo donde había nacido. Cuando con una congoja mal disimulada les anunció que ese año seguramente se jubilaría y cerraría el bar porque ninguno de sus hijos quería hacerse cargo, le gustó mucho ver sus sonrisas y sus palabras de ánimo. (El chico no, el chico estaba serio. Y la chica delgada solo miraba su cocacola).

    Ella también disfrutaba con los saludos del viejo de la barra, la voz tímida de su mujer que a veces les preparaba tostadas o les ofrecía algún dulce casero que había hecho para sus nietos. Con la voz chillona de la mujer del carrito diciéndoles que no tomaran en serio al camarero y con el movimiento de cabeza y el gruñido que les dedicaba todos los días un hombre alto y enjuto. Era su manera de decir “hola”.

    Ese día, al ir a pagar, miró al viejo a los ojos y le dijo mientras soltaba las monedas en sus arrugadas y callosas manos: “También vengo a despedirme. El curso acaba hoy y ya sabe usted que no vivimos aquí”. La cara del hombre se convirtió en una mueca agridulce y giró sí mismo para comenzar a buscar algo frenéticamente. Se llevaba las manos del delantal a la cabeza, semicubierta de pelo blanco. De una caja de cartón extrajo cuatro paquetes de chicles de diferentes sabores y los depositó sobre la barra, como con miedo o descuido. “Toma hija, para vosotros. Siento mucho no tener nada mejor que daos como despedida” susurró algo avergonzado.

    Sonriendo, llevó los chicles a sus amigos. Y desués de mostrárselos en la palma de la mano como si fuera un gran tesoro , todos le hicieron gestos los brazos al viejo y a su mujer, que retorcía un paño entre los dedos.

    Al salir, en el oscuro bar quedó flotando el eco de la última frase que dijeron antes de desaparecer por la puerta.

 

 

“¡Vendremos a verle!”

 

 

.

 

Masticar.


 

            Aunque después del primer toque de despertador, giraba sobre sí misma y volvía a dormir profundamente, no existía ningún riesgo de levantarse tarde. Esos diez minutos de remoloneo también estaban calculados.

 

            Como hacen aquellos que se resisten a abandonar la semiinconsciencia de las madrugadas, estiraba su cuerpo bajo el edredón y dejaba caer un pie fuera de la cama. Sus pequeños dedos se encogían dentro de los patucos de lana. Después se cubría los  hombros con una bata. La ropa que iba a ponerse reposaba doblada encima de la mesa, en pulcro orden. Los pantalones vaqueros primero y sobre éstos un jersey. Encima del jersey descansaba una camiseta de manga corta, unos calcetines, unas bragas y un sujetador. Con todo esto bajo el brazo, se encaminaba a la ducha sin encender ninguna luz para no molestar a nadie.

 

            El agua estaba siempre en su temperatura justa y nunca duraba más de 15 minutos. Por orden se enjabonaba el pelo, luego lo aclaraba y repetía dos veces. Entonces se aplicaba la mascarilla (esta vez la había elegido, por cambiar, con olor a frutas silvestres) y frotaba el cuerpo durante cuatro minutos exactos, lo justo para que la crema hiciera efecto hasta en la última raíz y punta de su cabello.

 

            El ritual del desayuno se llevaba a cabo con la banda sonora que le proporcionaba el walkman. Le gustaba escuchar música por las mañanas y esa era la única forma de hacerlo sin despertar a su familia durmiente. Mirando con asco la taza, acababa colando los restos de cereales que le quedaban y bebiendo el cacao oscuro con auténtico deleite. Después de lavarse los dientes y ponerse dos tipos distintos de crema en la cara, volvía al dormitorio a por la carpeta y el bolso.

 

            Ese día no pudo fumarse un cigarro en la cocina porque los cinco minutos que premeditadamente solían sobrarle para ello, los había gastado en desempaquetar el nuevo frasco de mascarilla. Así que lo fumaría en la calle.

 

            Y como siempre, la persona con la que tenía que ir a la estación todavía no había llegado. Y como siempre, se repetía una y mil veces que mañana dormiría más, que de nada le servía tenerlo todo calculado para que luego los demás llegaran tarde, y que se estaba helando de frío cuando podría estar en su casa tranquilamente fumando sentada en la banqueta de la cocina y escuchando el walkman.

 

            Cuando su amiga llegaba, ella agachaba la cabeza hasta llegar a la estación, mientras el objetivo de sus iras matutinas parloteaba y parloteaba. ¿Cómo era posible que se tuvieran tantas cosas que decir a las seis y media de la mañana?

 

            Las horas de clase se hacían tediosas. Bueno, solo cuando se quedaba sin el control del ordenador. Cuando su compañera decidía ponerse a leer el manual y hacer por una vez caso al profesor, ella podía adueñarse del equipo y reunirse con los amigos que había conocido en un chat. No le preocupaba en absoluto no enterarse de nada. Tenía la certeza que aquellos habían sido los tres meses peor empleados de su vida.

 

            A la hora del café sucedió lo de siempre. Aquel imbécil al que tenía que soportar sin tener todavía muy claras las razones de por qué lo hacía, volvería a repetir la misma frase insultante de siempre, volvería a burlarse de ella porque pide un vaso de agua para acompañar y volvería a insultar al hombre de la barra cuando les trajera las bebidas en una bandeja a la mesa. “Todo acaba hoy por fin” se decía mentalmente mientras intentaba no escuchar las carcajadas insultantes del personaje que tenía delante y la cuarta en discordia que siempre le seguía las bromas. Se levantó y fue al baño. Su amiga le guiñó un ojo mientras pasaba y observó que el camarero buscaba algo bastante nervioso.

 

Tragar

Se iba a la cama después de su ración diaria de tres horas completas de televisión nocturna. Con la cabeza llena de las palabras del presentador, los gritos de los colaboradores y la información exacta de las medidas de aquellas chicas que se paseaban por encima de la mesa, sin ser perfectas pero aparentándolo.

Cuando se despertaba iba directamente a la cocina y encendía el primer cigarrillo del día. El primero de los otros muchos que le seguirían siempre y cuando tuviera dinero para comprar un paquete del rubio más barato que no estuviera mal visto por el resto de fumadores.

Como estaba en su fase de régimen, no desayunaba. Miraba con asco la fruta de la nevera, pensando que debería tomar una y nunca decidiéndose a hacerlo.

Después de vestirse y cambiarse de camiseta tres veces, se encerraba en el baño. Extendía el maquillaje por su rostro con tanta fuerza que parecía querer borrarlo, hacerlo desaparecen para así quedarse con un lienzo en blanco al que dar forma. Después de recogerse el pelo en una coleta tan elaborada que no lo parecía, agarraba unos papeles y salía por la puerta sin despedirse de un familiar (o dos) que se cruzaba con ella por el pasillo. En el espejo del portal, se miraba de reojo. En el fondo se gustaba mucho más de lo que daba a entender, y sabía que los que no la apreciaban lo hacían solo por envidia.

En el portal le esperaba el mismo saludo de siempre. Nervioso, rasgado, con carajada estrepitosa al final. Era un pesado. Pero siempre la seguía como un perrillo faldero y cualquier cosa que le pidiera, lo haría. Más le valía aguantarle, como llevaba haciendo desde que eran niños. Sabía que su amistad hacia ella era sincera y se preguntaba a sí misma si esto debía hacerle sentir mal. Notaba que a veces él intentaba no quererla. Nunca lo conseguía.

Las clases a su lado eran aburridas. Miraba con envidia las risas de sus dos compañeras que se divertían cinco filas más adelante. Además sabía que no serviría de nada todo eso que les contaban. Ella no quería dedicarse a nada relacionado con ordenadores, ni cables. No sabía que quería hacer. No sabía nada. No sabía. No.

El rato de descanso le permitía fumar y mirar el café de una de sus amigas con cierta fruición. No le gustaba, pero el efecto de la taza en sus manos le parecía interesante. Ella bebía cocacola. Todo era siempre lo mismo. Agua, café, burlas, enfados, y discusión. Luego risas. Menos mal que todo acababa ya.

Pero ese día ocurrió algo. Su amiga se entretuvo en la barra más de lo normal, hablando con el viejo. Y vino sonriendo de una manera extraña a la mesa. Y allí extendió las manos, las abrió y enseñó algo. Y en ese momento, sintió una punzada en un costado, algo que experimentaba por primera vez.

Chicles

Su abuelo hablaba en sueños muy a menudo, así que era algo por lo que no tenía que preocuparse. Sin embargo, había podido observar como de vez en cuando, repetía algo que había llamado su atención, tanto por lo insólito, como por la forma obsesiva en la que el anciano pronunciaba aquellas palabras. Por eso, cuando el médico les informó de que su estado era el normal para las circunstancias (es decir, muy débil), pero que había algo extraño que parecía perturbarle mientras dormía, todos asintieron con la cabeza y dijeron lo mismo. “Chicles”. El doctor, pese a haber estado toda su vida ensayando su pose grave y seria para estas ocasiones, no pudo disimular su asombro. “Exacto, Chicles” repitió, como si fuera él el descubridor de tan peregrino acontecimiento. “Sí, a veces pasa noches enteras diciendo ‘Los de los chicles, los de los chicles’ ”

Pero nadie le dio más importancia a aquello, y durante el entierro, solo su nieto recordaba las palabras de su abuelo, en las noches oscuras en las que compartían habitación. Porque le parecía intuir, que cuando las decía, su abuelo sonreía.