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Frustarado. Memorias de un paraguas transilvano.

En el tren

Instante a través de un cristal.

La noche empezaba ya a enredarse en algunas antenas de televisión de los edificios más altos, que a través de la ventana se convertían en una sucesión de líneas anaranjadas con los puntos blancos que proporcionaban las persianas y el toque verde de algunos toldos que caían muertos sin aire que los inflara.

El Este aparecía ya casi sumido en la sombra, pero al girar su cabeza buscando un punto de luz en el que detenerse, topó con una imagen que consiguió que sus pulmones dejaran de funcionar solo por un segundo, como su corazón. Murió durante un instante mínimo para poder apreciar en toda su grandeza aquello que estaba percibiendo.

Donde esperaba encontrar naranjas y rojos, amarillos y ocres, al sol pintando con sus dedos de magia usada y desgastada por tantas miradas dirigidas a un mito que dejó de serlo, allí donde ya los ojos no tiemblan y las pupilas no se dilatan porque la memoria no necesita guardar en sus pliegues más puestas de sol, sino abrir el archivo en el que ha almacenado algunas, reales o no, es donde se llenó de Malva.

Malva con mayúsculas, Malva como nombre propio de algo que se extiende más allá de lo que puede suponer un color. El resto de los pasajeros mantenía la cabeza gacha, la barbilla pegada al pecho, temerosos de topar con el violáceo, asustados incluso. Miraban de reojo a la espera de un túnel que con su negrura de gruta protectora, los aliviara de tan sobrecogedora carga. Cimbreaba el Malva su existencia, desgarrando nubes a su paso, negándose a acatar aquello que su nombre y la dictadura de las palabras le obligaban a asumir de manera violenta. Bailaba entre todo a lo que pudiera abrazarse, llegando allí donde los rojos nunca fueron capaces de hacerlo, obviando las normas del funcionamiento natural y atravesando las barreras orientales de la lógica a la que se agarraban falsos sabios.

Y ella se llenó de Malva, lo respiró a través de los gruesos cristales y la fingida indeferencia de sus compañeros de viaje, que al encontrarse con las luces blanquecinas de la estación, respiraron tranquilos y se apresuraron a las puertas para seguir su trayecto de claroscuros y macilentos amarillos. Todos menos una, que poseída del color que venció la batalla del cielo nocturno, volvió a la vida después de un segundo interminable y se sentó para que el aire pudiera llenar de nuevo sus pulmones, empujando así hacia su sangre algo que nunca más saldría de allí.

Otra vez el tren.

Otra vez el tren. Subieron justo antes del pitido que anuncia el cierre de puertas. Eran dos chicas normales con cara de sueño. Como cualquiera en esta época del año. Una de ellas miraba con angustia el cartel luminoso que anuncia la hora, la temperatura y la próxima estación. La otra miraba por la ventanilla.
-No voy a llegar, seguro que no llego. Lo pierdo, ya habrá salido.
-Tranquila, que seguro que llegas, esos autobuses siempre se retrasan.
-No éste. Lo sé porque no sería la primera vez que me pasa...¡que rabia, para un día libre que tengo!
Y la voz de su amiga ya no se oía, pero el chico de azul la veía hacer gestos y asentir con la cabeza con aire de seguridad. Ambas se contaban los planes. Muy animadas y entre risas, de vez en cuanto se escuchaba el lamento por la lentitud del tren y acto seguido una frase que animaba a seguir intentándolo. Llegaron a su destino "Ahora toca correr", pero para su sorpresa, una de ellas no abandonó el tren, sino que sacó un libro y se puso a leer.

Bajaron en la misma estación, caminaron unos minutos uno al lado del otro, y al final de la escalera mecánica se separaron. Desde el siguiente anden, él alzó un par de veces la cabeza y la vió buscando entre la multitud de maletas y saludos que se sucedían abajo. Y nunca supo a quién estaba buscando y si su amiga llegó a tiempo a su destino.

Yo sí sé la respuesta.