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Frustarado. Memorias de un paraguas transilvano.

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    Nunca olvidará aquella imagen porque recurría a ella una y otra vez obligándose a sentir demasiadas contradicciones en unos pocos segundos.

    El olor a cloro se extendía por todas las instalaciones, y allí se mezclaba con el de la goma quemada de las ruedas gastadas sobre el asfalto. El calor era casi insoportable, pero en aquel pequeño oasis de hierba seca que arañaba los pies descalzos, la sombra se extendía tan oscura como su recuerdo. Los gritos y risas en forma de acompañamiento musical llegaban a sus oídos acorchados, como escondidos bajo una almohada. Sonidos que buscaría con ansia a lo largo de toda su vida en las playas y piscinas que visitó.

    La zona de juegos se llenaba de carcajadas a media luz. Menos histéricas y más comedidas que las que proporciona el agua. Los chirridos y gemidos de los columpios, que habían aprendido, después de tantos años, a coordinarse y modulars para que el soniquete resultara hipnótico y ensoñador.

    Y vio la sangre. Y el bañador negro de su madre. Y la sangre en las piernas de su madre que corrían torpes y torcidas. Y la sangre en las manos de su madre. Y la niña en los brazos de su madre, coloreada de un rojo que se escurría y teñía la hierba marrón.

    Dejó de percibir nada excepto los gritos. Lamentos que salían de su garganta con una fuerza estremecedora, pero su cuerpo parecía muerto, sostenido por unos brazos de los que ella se creía dueña. Y la mueca de su madre, desencajada la faz, cristalinos los ojos, perdida como nunca la había visto perderse, rogando hasta con cada estremecimiento, una ayuda que parecía no llegar nunca.

    Y el miedo paralizador dejó paso a los celos. Celos de la sangre ajena que chorreaba por su madre y le provocaba un dolor intruso casi palpable. Celos del cuerpo menudo, desmayado, que vociferaba y gritaba llamando a su propia madre y odiando a la postiza. Celos de cada gota brillante bermellón rabioso, que siguió hasta llegar a la enfermería, donde encontró el bañador negro conteniendo el cuerpo tembloroso de una madre a la que no reconocía. Y se dio la vuelta y la abrazó, todavía con el olor metálico impregnado en la lycra, casi hasta hacerla daño.

    Y entonces dejó de sentir celos.

    Para volver a sentir miedo.

3 comentarios

la sombrilla -

Gracias. Ese silencio me estaba dejando sorda.

ADRIAN -

MUY CHULO

Contradicción atea -

Les has dejado mudos con esta historia de terror veraniego.