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Frustarado. Memorias de un paraguas transilvano.

Designio.

Arrastrar con cuidado un boligrafo sobre un papel sólo por el placer de hacer menos infinito ese recurso inagotable de combinaciones que un sistema lingüístico ofrece. Ardua tarea da del poeta, que por haber nacido unos siglos más tarde, (unos siglos señoras, díganme que son 200 ó 300 años en la historia de nuestro viejo planeta), ve reducido notablemente el número de combinaciones originales a su disposición. Se adopta entonces la técnica del disfraz, de la máscara; es decir, del sinónimo. Cambiar palabra a palabra algo que en un tiempo sonó magnífico. Retorcerlo, hacerlo igual pero con menos magnificencia.
Afortunadamente contamos con un don precioso que juega a nuestro favor: La connotación y el subjetivismo. Dos musas aliadas que permiten que un sólo texto se convierta en millones de textos diferentes. Díganme entonces ¿Cuántas Ophelias hay en el mundo? ¿Cúantas Bel-Imperia? ¿Cuántas Pecola? ¿Cuántas Dulcinea? La respuesta no es fácil. Hay un número monstruoso suelto, libre, sin correa ni bozal. Lo que en algún momento pudo resultar un magnífico aliado, se torna ahora en pesadilla. Los textos toman vida propia y se independizan de sus creadoras. Adoptan a nuevas madres que los miman y hacen suyos. Y lo que es peor: Este ejército de rebeldes nos sobreviven. Tanto que después de mucho tiempo, ni siquiera los reconoceríamos. Los miraríamos como una madre defraudada que sujeta a su criatura por los hombros y le dice "¿qué te ha pasado?". Altivas, levantarían la barbilla. Han perdido la esencia que les dimos, pero han adoptado otra, dos, mil, millones...Son más grandes que nosotras y ya no estamos ahí para frenarlas, revindicar como nuestra la palabra.
Así que es aquí donde reside el infinito, es por ésto por lo que el sistema de palabras de una lengua nunca se acaba y siempre es original. Es eso lo que nos asusta. Y cualquier intento de cambiarlo será inútil. Incluso éste.

(Gracias a Pierre Menard por hacerme reflexionar sobre ésto)

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